Lee la entrevista a María Luisa Burneo, investigadora del IEP, realizada por Omar Rosel para Noticias Ser ► https://bit.ly/2Tlh3hH
Foto © Luisenrrique Becerra | Noticias SER
Este año, se cumple un siglo del reconocimiento oficial de las Comunidades de Indígenas por parte del Estado peruano, lo que amerita analizar la forma cómo se ha intentado responder a las demandas y necesidades comunales y los cambios que han sufrido estas organizaciones. Para evaluar estos temas, Noticias Ser conversó con María Luisa Burneo de la Rocha, antropóloga especialista en el tema, e investigadora del Instituto de Estudios Peruanos (IEP).
A un siglo de su reconocimiento constitucional ¿qué lugar ocupan en la actualidad las comunidades campesinas?
Para empezar, es necesario señalar que que cuando hablamos de comunidades tenemos que entender que estamos hablando de un universo diverso y dinámico. El Estado peruano las reconoce hace 100 años oficialmente como comunidades indígenas, pero a lo largo de un siglo, las comunidades –llamadas campesinas desde la Reforma Agraria de Velasco–, se han transformado e ido adaptando a los nuevos contextos y también han aumentado en número. Es decir que hay distintos momentos de formación y de reconocimiento –que es muy distinto– de comunidades, debido a diferentes razones históricas y configuraciones territoriales. Esto es importante, porque si hablamos del rol de las comunidades campesinas hoy en día, tenemos que alejarnos de esa visión romántica y estática, que no nos permite entenderlas como actores centrales de la gobernanza ambiental y de la gobernanza territorial en la actualidad. Además, hoy en día, hay más de 6200 comunidades campesinas en el Perú que ocupan y son propietarias de más del 40% de la superficie agropecuaria nacional. E independientemente de si estas han sufrido o no procesos de individualización en su interior, siguen siendo las propietarias y sus comuneros y comuneras habitan esos territorios bajo diferentes regímenes de tenencia y formas de uso de la tierra y otros recursos.
Algunos sectores identifican a las comunidades como “opositoras al desarrollo”, otros como una suerte de “guardianas de la tierra” ¿Estas visiones corresponden con la realidad?
Creo que polarizar no ayuda, pero definitivamente “opositoras al desarrollo”, nunca han sido. Por el contrario, las comunidades han liderado muchas veces procesos de modernización y demandas de derechos ciudadanos. Si la expresión se refiere a que algunos las tildan así porque algunas de ellas se oponen a proyectos extractivos en zonas de cabecera de cuenca por ejemplo, habría que repensar más bien a qué nos referimos con desarrollo. Hay dos ideas clave que es necesario tener en cuenta en la actualidad y también hacia el futuro. La primera es que las comunidades son actores centrales de la gobernanza de los recursos y la segunda es que frente a la realidad del cambio climático, tenemos que entender que es necesario vincularlas a una serie de políticas nacionales que las han dejado de lado… desde hace muchos años. Nosotros somos un país de pequeños productores. Más del 80% de los alimentos que consumimos vienen de la pequeña agricutura familiar y cientos de miles de productores y productoras se encuentran en el ámbito de las comunidades campesinas, son familias comuneras. Sin embargo, el Estado se ha avocado a promover la agroexportación y recién después de muchas décadas de abandono casi total, está volviendo la mirada al fortalecimiento de la pequeña agricultura familiar, y además considerando la transición hacia la agroecología, porque nos hemos dado cuenta muy tarde que hemos naturalizado el uso de insumos químicos, incluso entre los pequeños productores. Recientemente se ha aprobado el Plan Nacional de Agricultura Familiar y existe una Estrategia Nacional contra el Cambio Climático que los gobiernos regionales deben adaptar e implementar, pero las comunidades no están siendo tomadas en cuenta. Sería un grave error perder esta oportunidad.
¿Se puede decir entonces que existen algunas políticas públicas, pero que no están necesariamente diseñadas en el sentido de las demandas y necesidades de las comunidades?
De un tiempo a esta parte, las políticas públicas dejaron de ver el potencial de las comunidades, para pensar en términos de inversión empresarial bajo la lógica de la gran agricultura. Pero hay ciertas ventanas de oportunidad que se podrían aprovechar. Como dije, existen políticas nacionales que están apuntando a temas como la seguridad alimentaria, la agricultura familiar, o la mitigación del cambio climático, entre otros. Este es un momento clave en la historia para reorientar la mirada hacia las comunidades campesinas y entender que no son solo un “tipo de unidad productiva”. Son organizaciones que agrupan a un grupo de familias productoras que habitan y usufructúan un territorio, apropiado en una larga historia compartida, con lógicas mixtas (individuales y familiares), que mantienen en mayor o menor medida tradiciones culturales propias, y al mismo tiempo cumplen roles económicos, sociales y ambientales –vinculados a la gestión del territorio y los recursos–, y políticos –como la representación de sus comuneros y la defensa del territorio–. De acuerdo a las hojas complementarias de comunidades publicadas junto con el CENAGRO 2012, estas siguen teniendo capacidad de movilizar la fuerza de trabajo de sus comuneros y comuneras y organizan faenas comunales para diversos fines. Por eso insisto, las políticas nacionales debieran incorporar a las comunidades como aliadas en acciones muy concretas y que van a tener efectos importantes en el futuro.
También hay una deuda del Estado con las comunidades ¿por qué no se ha respondido a sus demandas?
Es cierto, el Estado tiene una gran deuda. Un ejemplo es la titulación de sus tierras, que es uno de los elementos clave para reforzar su seguridad jurídica. Tenemos más de 6200 comunidades campesinas en el país y alrededor de mil no están tituladas. Por otro lado, algunas requieren sanear sus territorios porque existen problemas de linderos y hay otra cantidad mucho mayor que no cuenta con georeferenciación. Además hay comunidades ribereñas que tampoco encajan dentro de lo que se reconoce como comunidades campesinas ni nativas y que según cálculos del Instituto de Bien Común y el Centro Peruano de Estudios Sociales, son más de un millar y están ubicadas en ceja de selva. Estas tienen una lógica parecida a las comunidades campesinas, pero no están reconocidas en ninguna base oficial. Entonces, hay abandono estatal, pendientes serios sin asumir, vacíos de información que deben ser saldados y bases oficiales de distintos sectores que deben ser actualizadas y compatibilzadas porque las cifras difieren de un sector a otro. Las organizaciones campesinas e indígenas tienen estos temas en su agenda y deben ser escuchadas y vistas como aliadas en los procesos de desarrollo territorial, y no al revés. El mito construido pos giro neoliberal, que estigmatiza a las comunidades como “opuestas al desarrollo”, debe ser superado porque además es muy retrógrado en sus supuestos de base.
El Perú viene atravesando cambios a nivel político, económico y social. En ese escenario de transformación ¿hacia donde van las comunidades?
Es una pregunta muy amplia. Un proceso que podríamos delinear tiene que ver con el tema extractivo, que es un asunto delicado en el que las comunidades tienen un rol protagónico puesto que gran parte de los proyectos extractivos se expanden sobre territorios comunales. Creo que la única alternativa pasa porque el Estado no siga mirando la inversión proyecto por proyecto. Eso es inviable, el Estado tiene que mirar el territorio y ojalá con la nueva Ley de Minería cambie esta perspectiva. El tema extractivo debe verse con una perspectiva territorial y deben respetarse los procesos de zonificación y ordenamiento territorial, dialogar con ellos en vez de pensar que son “el cuco”. Si el Estado quiere que se viabilicen algunos proyectos de inversión actualmente bloqueados, tiene que pasar por un reordenamiento tanto en su mirada del territorio como de su relación con las comunidades y la población que está en el entorno. Tiene que dejar de verlas como clientes y de hacerse a un lado como ocurre ahora. Los procesos de negociación deben considerar a las comunidades como interlocutoras legítimas y no dejar los acuerdos con ellas para el último momento. Por otro lado, al haberse privatizado el ámbito de las negociaciones, dejándose todo en manos de la empresa y la comunidad con las grandes asimetrías existentes, se han acentuado relaciones clientelistas perversas. Este error ha traído más elementos perjudiciales que beneficios a las propias empresas.
¿Cuál es la capacidad organizativa, de incidencia política y de negociación de las comunidades con las instancias gubernamentales?
Es difícil generalizar. Como dije al inicio, las comunidades tienen realidades organizativas e institucionales muy distintas. Muchas han asistido a procesos de cambio acelerado en territorios donde hay extracción minera, pero también se pueden identificar otras dinámicas (migraciones, municipalización, urbanización, etc.). En el caso extrativo, las comunidades campesinas han visto que de pronto tienen que actualizar una serie de herramientas de gestión y aprender a entender y descifrar estudios de impacto ambiental, necesitan abogados para las negociaciones, deben tener saneada su propiedad, etc. Muchas han logrado adaptarse de alguna manera y otras se han debilitado y se han fragmentado. Lo que no se puede aceptar es que el Estado no haya diseñado e implementado mecanismos institucionales para coordinar con ellas. Si estos mecanismos no son claros, es difícil incidir o negociar. Otro tema clave es la necesidad de vincularlas a procesos de preservación de los ecosistemas y la biodiversidad, pensar en el rol que pueden cumplir en temas de forestación con especies nativas, recuperación de pastos, recarga hídrica, entre muchos otros. No digo que todo sea color de rosa con las comunidades, pero debemos reconocer que estas siguen siendo espacios de toma de decisión colectiva y de gestión de recursos que podrían aprovecharse y articularse a políticas, si dejamos de lado viejas miradas y prejuicios que ya tienen más de cien años.