Mauricio Rentería y Patricia Zárate, investigadores del IEP y autores de “La distinción silenciosa”, fueron entrevistados por Juan Carlos Fangacio del diario El Comercio el 9 de mayo del 2022. Lee la publicación original en el siguiente enlace ► https://bit.ly/3N5G0YR
Un tema complejo, lleno de aristas, matices y no pocas polémicas, que Rentería y Zárate han decidido abordar mediante un análisis científico –y algo de inevitable interpretación subjetiva también–. Los resultados revelan mucho de las formas en que los peruanos nos autopercibimos y diferenciamos unos de otros, en un contexto marcado por las jerarquizaciones y la desigualdad. Sobre eso hablamos con sus autores.
–Una primera conclusión del libro es que estamos siendo constantemente interpelados por las relaciones de clase, ¿verdad? Es muy difícil desprenderse de ellas en nuestra cotidianeidad. ¿Eso pasa con más énfasis en el Perú que en otras partes?
Patricia Zárate: Lo que pasa en el Perú es que hay muchas referencias a las clases sociales. Todo el mundo habla recurrentemente de ellas, pero se confunde a veces con nivel socioeconómico, o se habla de desigualdad, de ricos. Sin embargo, desde las ciencias sociales peruanas no se ha estudiado mucho el tema de las clases. Y si, por un lado, los niveles socioeconómicos son estancos, se miden por posesión de bienes o algunas otras características, las clases sociales son diferentes porque en realidad tú te vas reconociendo entre una clase u otra no solo por tus ingresos, sino por la música que escuchas, por cómo te vistes, por cómo hablas y cómo te diriges a los demás.
Mauricio Rentería: Es cierto aquello de que esto también ocurre en otros países, en especial en los demás países de Occidente, por así llamarlo. Pierre Bourdieu los llamaba países de capitalismo avanzado. En las instituciones económicas, culturales, educativas de estos países, si bien hay muchas diferencias, también hay muchas similitudes. Tener dinero en el Perú y tener dinero en Francia es muy distinto por lo que uno puede adquirir y lo que simboliza, pero también llega a ser muy parecido. Eso se ve en la educación y en la garantía que da la educación. El título educativo, para ciertos trabajos, también genera ciertas similitudes. Dicho esto, si bien existen diferencias de clases en todos lados, en términos de desigualdad, la cosa cambia. Y también cambia en términos de las manifestaciones específicas que toman estas formas de desigualdad, por ejemplo, del consumo. En muchos estudios encontramos que lo que denominamos como la cultura más “legítima” puede abarcar a sectores incluso medios de la población. Mientras que en el Perú estos sectores medios son pequeñitos, microscópicos, y sin embargo adquieren también características propias del lugar.
–El consumo y el gusto son marcadores sociales determinantes, pero no son los únicos. El color de la piel y la apariencia entiendo que también influyen. ¿De qué manera, por ejemplo?
MR: En la encuesta que elaboramos, cada una de las clases y fracciones de clase incluyen aspectos sociodemográficos diferentes. Y hay una sobrerrepresentación de quienes se identifican un poco más blancos, en la clase dominante. Nosotros el tema de raza o de género no es que lo hayamos abordado directamente como nos hubiera gustado, porque eso requiere más data cualitativa para ser profundizado. Sin embargo, tenemos la idea, un poco como línea de investigación a seguir, de que en el Perú, en efecto, el tema de clase necesariamente invita también a incorporar cómo es que esto se vincula con la raza. Porque sabemos que, especialmente en Latinoamérica, hay una larga historia de racialización de relaciones de clases, y viceversa. Basta con ver las redes sociales para confirmar que el significante de blanco es una forma también de decir “de clase alta” o “pituco”, y al revés.
–Justamente en las conclusiones mencionan aquello del “blanqueamiento” social, que puede ser un concepto algo chocante. ¿Cómo explicarlo como parte de estas dinámicas de movilidad social?
MR: Eso también lo respondo yo porque es justo algo que estoy investigando ahora. Se trata de una línea de investigación alrededor del mundo, que existe mucho en Brasil, en México, y también en el Reino Unido y Estados Unidos, donde lo reconocen como el “money whiteness”. Y es básicamente la idea de que adquiriendo cierto estatus o ascendiendo socialmente, uno como que se blanquea. Se adquiere una especie de identidad de blanco honorario o, en el caso latinoamericano, las personas incluso se empiezan a percibir como blancos. En el Perú no hay mucha investigación sobre este tema en específico. Lo que tenemos son algunos estudios famosos como los de Marisol de la Cadena, por ejemplo, sobre los procesos de des-indianización, que es un proceso más o menos similar, pero desde los sectores menos privilegiados. O sea, cómo es que las personas de sectores rurales que migran a las ciudades pasan de ser indios a ser mistis. Una de las pocas referencias que hay sobre este tema es la investigación que hace Jesús Cosamalón (que en realidad no es contemporánea, sino histórica), en la que él determina cómo es que existen dinámicas de blanqueamiento en el Perú de fines del siglo XIX. Analizando un censo de la época, él ve que mucha gente pasa a asumir una identidad blanca en las ciudades precisamente cuando adquiere ciertos marcadores de clases, de consumo incluso, que les permiten ser percibidos como tales.
PZ: Solo para complementar: en este caso, lamentablemente, nosotros solo nos basamos en los datos de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) acumulados durante varios años, de varias encuestas, para poder tener una muestra que nos permitiera analizar las diferencias. Pero hay tanta pobreza y tanta desigualdad que al momento de hacer la diferenciación, y al concentrarnos solo en Lima, nos quedamos con un grupo muy chiquito. Las mismas fuentes nacionales no nos han permitido hacer una serie de cruces y diferenciaciones que sí es posible hacer en otros países. Acá en el Perú la data nos limita. Y obviamente hacer una encuesta de este tipo es complicado, muy muy caro.
–Otra importante distinción es la del capital económico y la del capital cultural. ¿Cómo termina diferenciando esto, en la práctica, a los sujetos que las poseen o representan?
MR: Ese es tal vez el principal aporte de todo este programa de investigación que abren los estudios de Bourdieu. Porque hasta esa investigación que él propone, básicamente los modelos de clase eran jerárquicos. Precisamente esta división entre capital económico y capital cultural nos da una división, podríamos decir horizontal, entre los sectores medios y altos. Ahora, ¿por qué es tan importante? Esto ocurre especialmente en el siglo XX, aunque hay investigaciones históricas que podrían darnos luces sobre otras formas de poder. Pero con la importancia que adquiere el sistema educativo, las titulaciones y demás, se va especializando una forma, un sector de la población que se diferenciaría por una suerte de poder cultural. Algunos lo llaman dominio de sistemas abstractos. Y allí es donde el tema del capital cultural adquiere una enorme importancia porque encontramos que, por ejemplo, a partir especialmente de inicios del siglo XX, sectores ligados a la producción cultural que se van despegando de los sectores tradicionalmente productivos. Por ejemplo, los que antes eran simplemente los músicos de las cortes se empiezan a profesionalizar; se empieza a profesionalizar el periodismo, algunos campos de producción académica, y sectores que básicamente se autonomizan y adquieren una relevancia importante. El tema es que estos sectores, cuando uno los analiza desde una perspectiva tradicional marxista o weberiana, o incluso desde los niveles socioeconómicos, no encuentra un tema de clase, la diferencia desaparece. Para ponerlo en lo más concreto posible: Dionisio Romero es exactamente lo mismo que un profesor de la UNI o de la Católica para estos esquemas de clase. Y claro que en realidad sabemos que hay grandes diferencias. No solo porque una persona que tiene mucho poder económico por supuesto que tiene ingresos muy superiores a un profesor universitario, sino más bien porque la fuente del poder que legitima al profesor universitario no es tanto la adquisición de un capital económico, sino la adquisición de un capital cultural. Eso lo garantiza el sistema educativo por títulos universitarios. Y si uno analiza cómo funciona un título universitario, no es tan diferente a lo que era tradicionalmente un título nobiliario. Va más o menos por allí.
–En esa línea, ustedes mencionan que el mayor y más amplio acceso a la educación superior, en vez de igualar en cuestión de oportunidades, más bien reproduce desigualdades de clase. ¿Por qué?
PZ: Claro, porque no solo depende de la universidad donde estudies (y ni hablemos de los colegios), sino del capital cultural que tú traes de tu familia. Porque tu capital es lo inicial, es con lo que vienes: haber crecido en un hogar que tiene libros, que tiene a profesionales, etc. Ahora bien, tú puedes ir aumentando tu capital estudiando en las mismas universidades de élite, o profesionalizándote en lo mismo, para mantener el capital cultural familiar. Pero por ejemplo: mi mejor amigo de la universidad estudió en el Colegio Inmaculada y nos conocimos porque él fue el número 1 en Economía de la Católica. Yo en cambio vengo de un colegio parroquial. Pero estudiamos en la Católica y ambos teníamos mucho capital cultural en el sentido de los libros que habíamos leído, porque en mi hogar siempre había libros. Y sin embargo ves otras diferencias, como el hecho de que él sí iba a una carrera de caballos en el hipódromo y yo no. Yo nunca había ido. Hay hasta un premio que se corre con el nombre de su familia. Yo ni hablar. Entonces ahí te das cuenta de que nuestro capital es diferente. Y así te va diferenciando, dependiendo de cómo aproveches algunas oportunidades también. O cierta suerte. Porque a veces también está ese discurso de “el que quiere, lo logra todo”. Pero los casos de éxito dependen también mucho de la suerte. Son uno entre muchísimos, no tan lineales como a veces se pretende entender.
–Volviendo un poco al tema de gustos y consumos como marcadores de clase, yo pensaba en algunos ejemplos. Hace cinco años, Bad Bunny era un representante del reguetón, un género “popular”, pero hoy agota entradas bastante caras entre grupos mucho más amplios, incluidas clases dominantes. ¿Este tipo de transformaciones tiene alguna explicación?
MR: Sí, en realidad lo de Bad Bunny es algo que viene ocurriendo de hace mucho tiempo. Desde que Bob Dylan dejó el folk y se puso una guitarra eléctrica, o desde que el rock dejó de ser una música popular y empezó a ‘aggiornarse’. Lo que ocurre es que estas cosas son muy comunes. Siempre hay intentos por una reivindicación de géneros a veces no tan “legítimos”. Ahora, el tema interesante son los límites de esas reivindicaciones. Estamos muy habituados a pensar que las cosas cambian mucho, pero es a través de investigaciones empíricas que comprobamos que las cosas no cambian tanto como pensamos. Ahora todos reivindicamos la música chicha, y a Elliot Túpac, y nos parece interesantísimo y nos llena de orgullo; sin embargo, vemos a Toño Centella, y probablemente a la mayoría de limeños de las zonas más acomodadas no les guste tanto. En realidad esas dinámicas son muy recurrentes, siempre existieron.
PZ: Además, y esto es algo que ponemos en el libro también, es que es diferente el acercamiento que tiene alguien de la clase dominante a alguien de una clase más baja. Porque a la clase más baja realmente le gusta mucho la música de Bad Bunny y quizá solo pueda haber escuchado esa música. Si es alguien de la clase dominante, o con más capital cultural, puede ser que le guste o que no le guste mucho, pero sabe diferenciar. Sabe que hay otra cultura más “legítima”, que la conoce, y la conoce bien. Y eventualmente podría decir que sí escucha ese tipo de música, pero para analizarla, o que esa música representa tal dinámica social, etc. Argumentos que sí puede darte alguien con mucho más capital cultural, que puede argumentarte por qué le gusta, mientras al otro simplemente le gusta y lo baila, esa es la diferencia.
MR: Esa dinámica que señala Patricia es bien interesante porque allí la distinción no es lo que se consume, sino cómo se consume. “Ah, tú escuchas chicha. No, yo escucho este disco grabado en el año 76 por tal producción y que tiene un valor por esto y esto”. En fin, todo ese despliegue de erudición es una forma también de establecer una barrera del tipo “tú consumes porque no conoces otra cosa. Yo consumo porque sé discernir”. Sobre esto hay mucha investigación en otros países, que encuentran algo parecido. Ese es el argumento que de alguna forma nosotros apoyamos y que se pelea con esa idea del “omnivorismo cultural”, que afirma que actualmente todos consumimos de todo, y somos felices y tolerantes. Pero no es del todo así.
–Otro caso sobre el que me gustaría preguntarles: siendo el fútbol tan popular, últimamente un partido de la selección peruana parece ser solo accesible a quienes tengan un capital económico importante.
PZ: Yo empezaré diciendo que los odio [risas]. Porque antes iba a los partidos de la selección cuando costaban poco, 50 soles. Pero vinieron los que Martín Tanaka amicalmente llama los “turistas” del fútbol, los que van al estadio solo cuando juega la selección, pero no entienden nada de fútbol ni siguen a los clubes. Por eso digo que los odio, porque han hecho que suban las entradas. Yo ya no voy. Aparte de eso, es cierto que hay una apropiación, pero creo que también hay un nuevo sentido del nacionalismo. Como nos decía una persona, puede haber un afiche multicolor tipo chicha en un restaurante de Gastón Acurio, pero las mismas personas no han visto lo mismo en la Carretera Central. Es decir, su vivencia es diferente. La forma como lo han conocido, su acercamiento, es muy diferente. Entonces, hay que ver si el fútbol es de tu vida cotidiana, algo que te gusta ver de chiquito, que jugabas en la calle; o si de alguna manera han ido creando como grupo un gusto por este tipo de cosas.
MR: El caso del fútbol es muy popular y muy trasversal a todo. Si hay pocas cosas que en el Perú puedan hacer que la clase dominante y los actores más rezagados del país se sienten a conversar, eso es el fútbol. Yo creo que probablemente pueda ser uno de los pocos puntos en común en los que nos podamos pelear pero porque yo soy de Alianza y tú de la U, y podemos discutir. En otros temas, nos agota la conversación. Y eso se puede ver todos los días. Cuando se habla de política, todo se partidiza. Pero en el fútbol hay cierto consenso. Cuando nos va mal, todos odiamos a la dirigencia y al entrenador. Cuando nos va bien, todo estamos detrás del ‘Tigre’ Gareca.
–En este complejo sistema de dinámicas de clase, ¿hay una sola forma de entender lo que es el “pituco”?
PZ: Eso requeriría un trabajo más cualitativo. Tenemos mucha idea de lo que se habla, pero no lo hemos estudiado en detalle. En todo el libro hemos tratado de ver las cosas más allá de los sentidos comunes, y más bien con evidencia. Porque sentido común hay mucho. Por eso la Enaho, por eso la encuesta. El punto sobre el pituco es uno del cual se puede hablar mucho, según lo que uno ve o lo que uno conversa.
MR: Pensándolo un poco, cada país tiene su palabra para describir al más privilegiado. Pituco es la peruana. Lo interesante y destacable es que siempre es relacional. No es que existe un grupo específico que sea el pituco, sino más bien es una forma de denominar a aquellos que están arriba de uno. Algo muy interesante es que en esta encuesta nos dimos cuenta de que era muy difícil que las personas se reconozcan a sí mismas de clase alta. Nosotros les poníamos unas opciones y cuando a uno le hacen una pregunta de ese tipo, automáticamente (o prerreflexivamente, como decimos en sociología) se piensa en esas personas que están arriba de uno. “Mi tío tiene una lancha, entonces no, yo soy clase media”. ¿Qué nos dice eso? Que siempre hay un pituco para todos. O todos tenemos un pituco allí. Y claro, como término peyorativo, casi nadie se reconoce como pituco.
PZ: Aunque algunos lo hacen verbo también, para ciertos momentos. Si se toman un gusto que está por encima de su nivel o de lo que pueden consumir, dicen “me pituqueé”. O sea, fui a Astrid y Gastón una noche, fui pituco en ese momento, pero dejé de serlo.