Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3IIhsEX
Desde América Latina, lamentablemente, solemos prestar poca atención a lo que sucede en Haití. En las últimas semanas, las noticias nos informan de la renuncia del primer ministro, de un estado de emergencia y una situación de desgobierno, en la que diversos grupos armados criminales estarían asumiendo el poder de facto. Haití no cuenta a estas alturas con autoridades electas con mandatos vigentes. El presidente Moïse, electo en el 2016, fue asesinado en el 2021, y desde las elecciones legislativas del 2019 el país no ha podido llevar a cabo elecciones. Todo esto, en el país más pobre del hemisferio occidental y que atraviesa una grave crisis humanitaria.
Haití aparece al inicio del período republicano como una luz de esperanza. Fue el segundo país en lograr su independencia en las Américas, después de Estados Unidos, hacia 1804, pero además como resultado de una serie de revueltas de trabajadores movilizados en contra de la esclavitud y del orden colonial francés. Sin embargo, como prácticamente todos los nacientes estados latinoamericanos, fue víctima de la fragmentación social y política, de la ausencia de élites capaces de establecer órdenes republicanos, con lo que el poder terminó siendo ocupado por diversas facciones militares. El siglo XX no marcó un cambio significativo, lo que condujo incluso a una ocupación militar de los Estados Unidos entre 1915 y 1934. Recordemos que este país también ocupó Nicaragua entre 1912 y 1933, y República Dominicana entre 1916 y 1924, entre otras invasiones.
Más adelante, Haití se convertiría en ejemplo de una dictadura “sultanística” con François Duvalier, en el poder entre 1957 y 1971, sucedido por su hijo Jean-Claude, entre 1971 y 1986. Lamentablemente, en la región este fue un patrón extendido. Recordemos los gobiernos de Rafael Trujillo en República Dominicana entre 1930 y 1961, y luego Joaquín Balaguer entre 1966 y 1978, o los del clan Somoza en Nicaragua, que se extendió durante varias décadas del siglo XX.
Pero, conforme fueron cayendo las dictaduras y empezó a generalizarse el proceso de democratización, encontramos que, si bien todos los países muestran dificultades y desafíos, el caso haitiano destaca por su postración. La comparación con República Dominicana puede resultar reveladora: dos países que comparten la misma isla en el Caribe. Como acabamos de reseñar, ambos países comparten un pasado colonial, una larga tradición de dictaduras militares, invasiones de los Estados Unidos y dictaduras de carácter sultanístico. Sin embargo, los procesos de democratización fueron mostrando algunas diferencias: a pesar de la debilidad de las tradiciones democráticas, en República Dominicana poco a poco empezó a germinar un sistema de partidos, con el PRD, el PLD y el Partido Social Cristiano, expresando sectores de derecha, centro y de izquierda.
A pesar de todo, se generó una mínima estabilidad política, que ayuda a entender cierta prosperidad en ese país en las últimas décadas. Las élites políticas lograron pactar, hacer mutuas concesiones y establecer una dinámica de competencia democrática. Por el contrario, en Haití la fragmentación política y una lógica de confrontación violenta continuó siendo la norma. Una gran oportunidad se abrió con la emergencia del liderazgo de Jean-Bertrand Aristide a inicios de la década de los años 90, pero fue un presidente que tampoco logró culminar sus mandatos por interrupciones militares, y tampoco logró iniciar una recomposición del Estado, de las políticas públicas o del sistema de partidos. Por el contrario, en Haití continuó la tradición de resolver las disputas políticas por medio de la violencia, de la movilización de pandillas y grupos delincuenciales como fuerzas de choque.
A todos estos males habría que sumar el impacto de desastres, como el resultado del terremoto del 2010, que generó una catástrofe incapaz de ser atendida por el Estado, lo que motivó una ayuda internacional que terminó desplazando y debilitando a las autoridades políticas locales.
Como puede verse, el caso haitiano constituye una advertencia respecto a dónde termina una lógica de confrontación exacerbada en complicidad con mafias y actores ilegales.
A todos estos males habría que sumar el impacto de desastres, como el resultado del terremoto del 2010, que generó una catástrofe incapaz de ser atendida por el Estado, lo que motivó una ayuda internacional que terminó desplazando y debilitando a las autoridades políticas locales.
Como puede verse, el caso haitiano constituye una advertencia respecto a dónde termina una lógica de confrontación exacerbada en complicidad con mafias y actores ilegales.