Lee la columna escrita por Carlos Contreras, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3VlnHpK
Normal y comprensible es que los seres humanos defendamos nuestros medios de vida, y totalmente esperable que nos organicemos y movilicemos cuando se nos priva de ellos o corren el peligro de perderse. Esto sucede tanto si se trata de medios legales, como de informaleso abiertamente ilegales.
Cuando las autoridades intervienen una actividad, como puede ser el transporte o las prestaciones de salud o educación, a fin de ordenarlas o mejorar su calidad, con frecuencia arrebatan los medios de vida (y, en algunos casos, de franco enriquecimiento) de muchas personas que, naturalmente, van a reaccionar contra la reforma. Si se mejora una vía que comunica a dos pueblos, pero por seguridad se prohíbe, por ejemplo, que los mototaxis puedan circular por la nueva autopista, se trata de una medida que, desde el punto de vista de los automovilistas, resulta buena y razonable, pero a los mototaxistas, que antaño se ganaban la vida transportando pasajeros, les sabrá a chicharrón de sebo.
Algo semejante ocurre cuando a las universidades privadas baratas, que funcionan con profesores contratados por horas, locales alquilados y lecturas pirateadas, se las obliga a tener profesores a tiempo completo, computadoras con software adquirido legalmente y graduar a sus alumnos con tesis como las de antaño, que ya podían pasar directamente a la imprenta. Para quienes, como yo, nos ganamos la vida con la enseñanza, esto nos parece fantástico, pero para dichas universidades significará la elevación de sus costos y, por supuesto, de sus pensiones. El objetivo es, sin duda, santo: mejorar la calidad de la educación, pero también significará la imposibilidad de ser profesional para muchos muchachos.
Los artesanos y pequeños productores aprendieron en los siglos que llevamos de capitalismo que ordenar, modernizar o mejorar los servicios ha implicado de ordinario el desplazamiento y sustitución de su trabajo por el de grandes empresas, y que los argumentos de seguridad, higiene y calidad han servido para justificar su segregación como productores independientes. De modo que, como diría Marx, no quedaban con más destino que alimentar las filas de la clase trabajadora, si tenían suerte de encontrar una vacante.
Bajo el sistema político representativo, aparecerán entonces políticos que recojan las demandas de los mototaxistas, pasajeros dispuestos a jugarse la vida si pueden ahorrarse unos soles y familias de escaso peculio como para pagar costosas universidades o academias preparatorias que ayuden a sortear el examen de ingreso de las universidades públicas o privadas de prestigio. En otros tiempos, políticos de esa catadura difícilmente tenían éxito. El filtro de las organizaciones partidarias y del voto de una minoría ilustrada bloqueaban su llegada a instancias como el Congreso, pero los nuevos partidos están llenos de ellos, lo que despierta fundados temores, como los de mis colegas y amigos Eduardo Dargent y Alberto Vergara, que en recientes y excelentes columnas criticaron mi retrato indulgente de los nuevos partidos. Para Dargent, estas son organizaciones achoradas, que intentan traerse abajo las buenas reformas introducidas ayer bajo el gobierno de élites más razonables.
¿Es tan clara la línea que divide en la política el bien del mal? ¿Existen, de un lado, los líderes clarividentes y honestos que, despojándose de intereses particulares, bregan por el bienestar general, y, por el otro, políticos procaces que, acariciándose el bolsillo y el de mafias organizadas, se les oponen?
Ojalá, como en la Biblia, el mundo fuera así de simple. Pero el mundo real tiende a ser más complejo. Las personas nos construimos coartadas morales que nos hagan pensar que, incluso cuando faltamos a la ley, hacemos lo correcto. Cuando el peatón cruza la carretera por abajo en vez de hacerlo por el puente que para su seguridad se ha levantado, es porque el cumplimiento de lo legal le resulta costoso e injusto. La fuerte desigualdad que se vive en nuestro país hace que la ley sea habitualmente entendida con harta suspicacia: como la manera en la que las élites defienden sus privilegios, poniendo barreras al ascenso de los de abajo. El puente no es para seguridad del peatón, sino para comodidad del automovilista; la exigencia de tesis originales no es para garantizar a un buen profesional, sino para perpetuar el oligopolio de las universidades de la élite.
Ciertamente, los nuevos partidos están contaminados de hombres y mujeres achorados que defienden intereses de grupo, pero estos intereses (salvo cuando se trata del despojo a otras personas) deben también ser tomados en cuenta. Vergara tiene razón cuando apunta que el fin del ciclo de crecimiento que disfrutamos por un cuarto de siglo ha hecho que hoy los peruanos mostremos el cobre. Dicho ciclo dejó también otro legado, que hoy representa un desafío: la ilusión del ascenso social y el progreso. Trajo un desborde de expectativas que, al verse frustradas o detenidas con el parón de la economía, provocan acritud y descontento en estos días. Saber representar esta frustración y canalizarla hacia la formación de instituciones que mejoren los servicios, sin elitizarlos, es el desafío de nuestra hora.