En la vida política siempre habrá intereses y visiones contrapuestas, en ocasiones muy enconadas, especialmente cuando se percibe que hay opciones éticas en juego. El régimen democrático nos da un mecanismo para procesar institucionalmente esas diferencias: el más importante es el voto popular y la regla de mayoría. Aquellos que consiguen más votos ocupan las posiciones de gobierno, y los demás, aunque no les guste, lo deben aceptar. En los últimos años hemos tenido elecciones muy reñidas, pero al final terminó imponiéndose ese criterio. Actores pueden incluso no estar de acuerdo con la conducta y decisiones de los organismos electorales, pueden estar convencidos de que se equivocaron y los perjudicaron, pero al final están obligados a respetar sus fallos, y no cuestionan la legitimidad de los resultados.
En nuestro país parece estar medianamente asentado el reconocimiento de las elecciones como mecanismo democrático, que va por supuesto de la mano con un funcionamiento considerado aceptable de los organismos electorales. Sin embargo, no hemos avanzado mucho en otro mecanismo democrático esencial, que es el funcionamiento del sistema de justicia, del que forman parte el Poder Judicial, el Ministerio de Justicia, la Fiscalía, la Policía, etc. Acá también deberíamos tener un mínimo de confianza en su funcionamiento, de modo tal que puede haber múltiples percepciones y denuncias de corrupción, pero debería ser un criterio compartido que quien determina eso en última instancia es el Poder Judicial. Y uno puede discrepar de sus fallos, criticar sentencias, pero al final estos deben ser aceptados en todas sus consecuencias.
El problema se agrava cuando algunos de los actores políticos que sectores de la población identifican como corruptos gozan de respaldo popular y representan políticamente a sectores importantes de la sociedad. Las reglas institucionales obligan a reconocerlos como interlocutores en un sentido pleno, y la política solo puede funcionar si se logra poner “entre paréntesis”, por así decirlo, las objeciones éticas, para poder entrar al terreno de la negociación política. Ejemplo: la designación del Defensor del Pueblo o de los magistrados del Tribunal Constitucional. Poner por delante consideraciones morales haría imposibles los acuerdos políticos que se necesitan.
La consecuencia de esto es que urge avanzar en la mejora del sistema judicial, porque su falta de legitimidad crea serios problemas que dificultan el intercambio político. En el corto plazo no parece quedar otra que aceptar los fallos judiciales, individualizar las responsabilidades penales y no hacerlas extensivas a colectividades políticas. Decir esto puede resultar impopular en el contexto de confrontación que se vive en medio de la campaña de la revocatoria, pero precisamente por eso es necesario hacerlo. Resolver el dilema existente entre las percepciones de justicia y el respeto a las instituciones es clave para nuestra democracia.