La semana pasada llamaba la atención sobre la necesidad de una profunda reforma judicial, no solo por la obvia necesidad de acceso a la justicia sino también por los efectos que sus decisiones tienen sobre el sistema político. No hay confianza en el sistema judicial y hay actores políticos importantes que parte de la ciudadanía identifica como corruptos. Si los sistemas anticorrupción funcionaran bien, algunos de los imputados deberían pagar condenas, y los inocentes deberían ser librados de sospechas; como no funcionan, terminamos teniendo culpables impunes e inocentes falsamente implicados en la comisión de delitos. La percepción de injusticia hace que se cuestione permanentemente la institucionalidad judicial, que la política tienda a asumir la forma de controversias morales, y que su dinámica tienda a “judicializarse”, a recurrirse reiteradamente a los tribunales para intentar saldar lo que se considera como cuentas pendientes. Esto aumenta la presión política sobre los jueces, con lo que, como en una profecía autocumplida, la judicatura tiende en efecto a politizarse. Como es de esperarse, cuando la moralidad está en juego, el intercambio, la negociación y la búsqueda de acuerdos políticos se dificulta, porque se asume que están en juego valores absolutos. Así es muy difícil construir una comunidad política democrática.
En todos los países de la región, el debilitamiento de los partidos como canales de representación hace que la política tienda a judicializarse; los actores intentan conseguir mediante acciones legales la solución a demandas que no se consiguen mediante la movilización política. La complejidad y la autonomía de lo jurídico hacen en ocasiones que actores débiles obtengan grandes victorias políticas. El problema es, nuevamente, que la judicatura se politiza, se debilita a los partidos, se hacen menos previsibles los resultados judiciales, lo que entorpece el intercambio político.
De todo esto no se debe deducir que corresponde refundar el sistema de justicia “desde afuera”; ese es un camino que ha llevado siempre a autoritarismos y a un mayor control político de las decisiones judiciales. Urge por el contrario una gran reforma judicial y el reforzamiento de un sistema anticorrupción lo más autónomo de presiones políticas. Urge un gran acuerdo político y entre los poderes del Estado para limpiar la política de la percepción de corrupción, que amenaza la legitimidad del sistema político. En segundo lugar, urge que los partidos y actores políticos sobre los que hay sospechas de impunidad o problemas por falta de transparencia colaboren con las investigaciones necesarias para despejar toda duda y no refugiarse en artilugios legales. Y tercero, por parte de todos los actores políticos y sociales, no dejarse llevar por el expediente fácil de acusar a alguien de corrupto para intentar ganar disputas políticas, y por parte de los medios de comunicación el no dar cabida a acusaciones sin fundamento.