En el mundo entero se debate sobre el papel de la religión en la vida social. De un lado, la modernización lleva a la secularización; pero del otro, la crisis de las ideologías políticas en las últimas décadas ha llevado a algunos a redescubrir la religión como fuente de identidad. Algunos empiezan a entender su fe como militancia, como parte de una misión de salvación del mundo frente a las amenazas del paganismo. En extremo, esto da pie al desarrollo del dogmatismo y del fundamentalismo, a una suerte de negación de la razón, a discursos intolerantes, al acoso a quienes piensan diferente. Se llega incluso a matar en nombre de dios y de la única religión verdadera.
En el caso de la iglesia católica, vemos cómo ella se ve envuelta en los últimos años en escándalos de corrupción, denuncias de pedofilia que alcanzan a altos miembros de la jerarquía eclesiástica, y cómo también prosperan movimientos que pretenden una regeneración reivindicando sus valores más tradicionales, buscando ocupar o recuperar espacios e influencia. En este marco, autores como el biólogo Richard Dawkins y el escritor Christopher Hitchens han escrito libros muy influyentes criticando a las religiones y a la idea misma de dios, abogando por la construcción de una ética y una moralidad con bases enteramente laicas.
Otros autores, como la historiadora de las religiones Karen Armstrong, piensan por el contrario que la religión puede ser fuente de tolerancia, respeto, compasión.
Considero útil ubicar en este contexto global el reciente debate referido a la pretensión del Arzobispo de Lima de hacerse del control de la Pontificia Universidad Católica del Perú, de la que soy profesor. Puedo entender por qué, desde la particular visión del mundo del cardenal Cirpriani, sea tan importante ejercer mucha más influencia sobre nuestra universidad: es un centro en el que se ejerce la libertad de conciencia, y por su carácter universitario es naturalmente un lugar de debate, cuestionamiento, pensamiento crítico. Incluso puede tener una particular interpretación de las implicancias de los testamentos de José de la Riva-Agüero y de la adecuación de los estatutos de la PUCP a la Constitución Apostólica sobre universidades católicas, que se deben debatir en las instancias judiciales y eclesiásticas correspondientes. Lo que no es correcto es que pretenda imponer su particular manera de interpretar las cosas a nuestra comunidad universitaria.
Como ha sido aclarado ya en los últimos días, la PUCP es una institución autónoma, regida por sus propios miembros, no una entidad eclesiástica o propiedad de alguna congregación religiosa; en la cual su carácter pontificio es honorífico y el católico expresión de una voluntad propia por regirse por sus principios y valores. En una institución universitaria autónoma, el contenido de esa catolicidad no puede ser impuesto, solo puede surgir como resultado de la reflexión y el debate.
Fuente: Diario La República