El 31 de agosto pasado, Enrique Peña, candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI) fue proclamado oficialmente ganador de las elecciones del pasado 1 de julio, con lo que este partido volverá al poder después de doce años de gobierno del Partido Acción Nacional (PAN). En 2000, México parecía querer terminar de manera definitiva con más de setenta años de predominio priísta, de allí el desconcierto que genera este resultado. El candidato perdedor, Andrés López, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), alega la existencia de un fraude electoral, ha desconocido el resultado e incluso ha llamado a la desobediencia civil, tal como hizo después de las elecciones de 2006, que llevaron a Felipe Calderón a la presidencia. Por supuesto, López objeta el triunfo nacional del PRI, pero acepta como válidos los resultados en los que su partido ha resultado ganador, en el Congreso, en gubernaturas y municipios.
De un lado, estos acontecimientos nos dicen de lo difícil que es para algunos sectores de izquierda aceptar las reglas del juego democrático, y aceptar y entender que su visión del mundo no es la única que existe.
Si se asume que el pueblo es “naturalmente” de izquierda, entonces el triunfo del supuesto enemigo y explotador de las masas, resulta moralmente inaceptable, y solo puede ser explicado mediante el fraude, la manipulación o la coacción. No se considera que la derrota sea simplemente consecuencia de no haber presentado una mejor propuesta a los electores. Esto no significa que la calidad de la democracia, y de las condiciones de la competencia electoral no deban mejorar; que no se deba limitar la influencia del dinero en las campañas electorales, y buscar el máximo de pluralismo, equidad y acceso de los candidatos a los medios de comunicación. Pero si se acepta que hay condiciones mínimas que permitan una elección competitiva, y se aceptan las reglas de juego, entonces se deberían respetar los resultados.
En lo que sí tiene mucha razón la crítica de izquierda es en denunciar que la vuelta del PRI es en gran medida consecuencia de una renovación cosmética, superficial, de imagen y de mercadotecnia, antes que de una renovación política profunda, resultado de un examen autocrítico de su desempeño en el pasado. Felizmente, para la democracia mexicana, la garantía de que no habrá una vuelta al pasado no está en la conversión democrática del PRI, sino en la fortaleza de la oposición y en la activación de la sociedad civil.
En nuestro país, ya se habla de las elecciones de 2016, y se anticipa una contienda entre viejos conocidos: Alan García, Keiko Fujimori, Alejandro Toledo, Lourdes Flores, Pedro Pablo Kuczynski. ¿Ofrecerán algo verdaderamente nuevo, o apostarán a que basta la cirugía estética para convencer a los electores? De otro lado, las fuerzas contestatarias y de izquierda, ¿podrán ofrecer algo mejor? ¿Qué lecciones se han aprendido de las gestiones de Susana Villarán y de Ollanta Humala?