Se presentó recientemente En los márgenes de nuestra memoria histórica (Lima, Universidad de San Martín de Porres, 2012), de Max Hernández, excelente trabajo con el que esta casa de estudios inicia el “Proyecto cultural del bicentenario peruano”.
Se trata de una aproximación ensayística del conjunto de la historia del país, y si bien no tiene una metodología precisa (o más bien, es muy compleja y diversa), podría decirse que está anclada en el sicoanálisis, con la noción de “trauma histórico”, que funcionaría de manera equivalente a un “trauma síquico”.
Simplificando, para Hernández el origen remoto del país se halla en el “horizonte temprano” de la cultura Chavín, momento del surgimiento de sociedades más complejas, con clases sociales: esto llevaría a la imposición de un orden con bases jerárquicas y autoritarias; posteriormente el Tawantinsuyo sería la expresión más sofisticada de una lógica de control territorial basada tanto en la imposición y la violencia, como en la cooptación y negociación con grupos muy diversos. La precariedad de este orden se haría evidente durante la conquista, evento cataclísmico, que pondría desde entonces a los indígenas americanos como “los grandes perdedores del encuentro con occidente”, que impuso una cultura letrada que relegó y oscureció la memoria de tradiciones milenarias. Con todo, el orden colonial se erigió bajo una lógica de “resistencia y adaptación”, de “enfrentamientos y alianzas, negociación y resistencia pacífica, rechazo del nuevo orden y adecuación a las nuevas circunstancias” que logró una notable estabilidad, de allí que tendiera a continuar durante la república e incluso hasta nuestros días. Luego, el proceso de la independencia nos planteó desafíos que superaron las capacidades de nuestras precarias élites; el Perú nació con un “Estado empírico asentado sobre un abismo social”, citando a Basadre, y los esfuerzos de construcción republicana sucumbieron a esta realidad, que a la postre llevaría a la derrota en la Guerra del Pacífico. En las primeras décadas del siglo XX, Belaunde, Haya y Mariátegui coincidirían, cada uno a su manera, en una mirada crítica con el desempeño republicano y en la necesidad de transformar las estructuras sociales. En la década de los años ochenta y noventa, la violencia política nuevamente habría sacado a relucir que “la sociedad se ubicaba a ambos lados de la línea que separa los estereotipos de lo blanco y de lo indio”, “la segregación social y cultural enquistada desde la conquista”.
Diría que en el libro de Hernández se puede entrever una tensión constante entre la detección de la continuidad de grandes problemas históricos y estructurales, y el reconocimiento de esfuerzos reiterados, tanto en las élites como a nivel popular, por romper con ellos. Al final, el autor parece mostrar un moderado optimismo respecto a los cambios que podrían venir con la migración y la “cholificación” del país. ¿Será eso posible? Seguiré la próxima semana.
Fuente: La República