Continúo con reflexiones iniciadas la semana pasada, sobre los altos niveles de fragmentación política en el país, a propósito del aumento de candidaturas inscritas para las elecciones regionales y municipales.
Ciertamente se trata de un indicador preliminar: están por definirse tachas e impugnaciones que reducirán el número de candidatos. Además, esta proliferación no sería un problema si tuviéramos un sistema de partidos, con organizaciones capaces de generar lealtades e identificaciones estables, con lo que el número efectivo de partidos (los verdaderamente relevantes) no sería tan alto. Pero al no tener un sistema de partidos en sentido estricto, la proliferación de candidaturas es parte del subdesarrollo político en el que vivimos, marcado por la improvisación, el oportunismo, el control del espacio público por intereses particularistas.
Promover la “renovación” no sería un problema si tuviéramos un sistema político cerrado, un establishment que se resiste a ser desplazado; nuestro problema, por el contrario, es no poder consolidar un sistema mínimamente previsible, lo que se expresa, por ejemplo, en nuestros altísimos niveles de volatilidad electoral y nuestra muy baja tasa de reelección legislativa.
Decía la semana pasada que no deberíamos sorprendernos por la fragmentación política, porque nuestro sistema electoral claramente la promueve: no se filtra a partidos nacionales no representativos (¿tiene sentido tener 27 partidos nacionales inscritos?), en el plano subnacional se incentiva conformar movimientos regionales, no articularse a algún partido nacional (sigue siendo mucho más fácil armar tienda propia y evitar negociar con los partidos); y, dada la proliferación de listas de partidos y movimientos regionales, desde las provincias y distritos resulta muy fácil obtener el auspicio de alguna de ellas sin mayor compromiso a cambio, con lo que la fidelidad o coherencia es prácticamente nula.
De otro lado, esta fragmentación es consecuencia de una lógica muy arraigada en el funcionamiento del Estado: la de asignar recursos y crear oportunidades sobre la base de las entidades territoriales. Desde los inicios de la República, la creación de ciudades, distritos y provincias ha implicado el acceso al presupuesto público y a los servicios del Estado, de allí que una vieja aspiración de las poblaciones en nuestro país sea lograr el estatus de centro poblado, distrito o provincia.
No se incentiva la articulación de espacios, sino la competencia entre ellos; la última iniciativa en este sentido ha sido la creación del canon, que explica las rivalidades entre departamentos, provincias y distritos, así como entre los centros poblados y núcleos urbanos principales en los distritos y provincias. El Estado debería asignar recursos en función de las necesidades de la población, no de la jerarquía política de las entidades territoriales.
Fuente: La República (18/07/2010)