La semana pasada me preguntaba si cabía hablar de la emergencia de una “nueva generación” en el escenario intelectual peruano, distinta de lo que Alberto Flores llamó la “generación del 68”. Decía que podría ser, en tanto una cosa es estar marcado por la experiencia del mayo francés y el inicio del reformismo velasquista, y otra por la caída del muro de Berlín, el colapso político y económico de finales de la década de los ochenta, y por el autoritarismo de los años del fujimorismo.
Sin embargo, para hablar de generaciones es necesario convertir esas experiencias en algún tipo de identidad, con referentes medianamente claros. La generación del 68 compartía lo que el historiador Carlos Aguirre ha llamado una “cultura política de izquierda”, que tuvo precisamente en la figura y obra de Alberto Flores un referente de “intelectual público”. Según Aguirre, esa identidad definía a la política como un compromiso vital, entendía la revolución como un suceso inevitable y próximo, tenía la intención de imponer una línea o interpretación “correcta”, de la que se desprendía cierto espíritu sectario. Yo me atrevo a añadir que dentro de esa cultura se manejaba un esquema de oposiciones y alianzas en el cual había sectores inevitablemente parte del campo de los enemigos y otro liderado por un sujeto privilegiado que haría posible la revolución. De esa identidad sobrevive el reflejo de entender las opciones políticas, académicas y estéticas como una unidad, el pronosticar crisis de manera permanentemente, la dificultad para dialogar con posiciones u opiniones diferentes, la apuesta sucesiva por la clase obrera, el campesinado, los movimientos sociales, la sociedad civil o la participación ciudadana como clave del cambio social.
Acaso entre los historiadores más jóvenes y en la todavía incipiente producción politológica sea posible encontrar sentidos comunes alternativos, en donde “ni los de arriba” son siempre opresores ni “los de abajo” son siempre víctimas y revolucionarios (yendo más allá de un esquema de “dominación y resistencia”, recogiendo el título de un libro del historiador Paulo Drinot), y en la cual prima cierto eclecticismo teórico y pluralismo político, una suerte de escepticismo y desconfianza frente a discursos totalizadores, una cierta reticencia a asumir el papel de “intelectual público”, percibido como pretencioso y retórico.
El asunto es que en la generación del 68 no solo había referentes políticos y académicos, también culturales y artísticos. Por el contrario, si uno piensa en personajes como Santiago Roncagliolo, Iván Thays, Mariana de Althaus, Alberto Adrianzén o Claudia Llosa o Josué Méndez, por mencionar algunos nombres, todos relativamente coetáneos, creo que será muy poco lo que encontrará en común, y seguramente menos todavía con las preocupaciones de sus “pares” politólogos e historiadores. ¿Habrá conexiones no evidentes? ¿Será una cuestión de tiempo, o ya no cabrá hablar más de generaciones como en el pasado?
Fuente: La República