Esta semana se debatirá en Lima sobre los diez años de la Carta Democrática Interamericana, promovida por el gobierno peruano, y aprobada por la OEA. En setiembre de 2001, el presidente Alejandro Toledo estaba a mes y medio de haber asumido el gobierno, y estaba fresco en la memoria el gobierno de transición de Valentín Paniagua, y la renuncia de Alberto Fujimori en noviembre de 2000. También lo estaba el importante papel que jugaron la Mesa de Diálogo de la OEA y la mediación internacional para abrir espacios favorables y poner límites a un régimen autoritario, logrando la democratización del país.
La Carta Democrática partió de esa experiencia y consagró la noción de que era importante fortalecer los mecanismos de control interamericano no solo para actuar en casos de flagrante interrupción del orden constitucional (para lo cual ya existía la resolución 1080, de junio de 1991), sino también para actuar en casos más complejos, de deterioro progresivo o pérdida de la esencia democrática de nuestros países, llevados a cabo por autoridades electas, por ejemplo, al limitar la acción de la oposición o la independencia de los poderes del Estado.
La Carta, sin embargo, mostró sus limitaciones en varios casos, que precisamente involucran autoridades electas dentro de esquemas autoritarios: el de Venezuela con Chávez sería elocuente, así como el del golpe instrumentado por el presidente del Congreso en Honduras. Al mismo tiempo, paradójicamente, las críticas contra la Carta han en cierto modo amainado en los últimos años; esto porque quienes llamaban la atención sobre sus límites parecen haberse resignado a las características de la “realpolitik”, y apuestan además a las salidas electorales.
En Honduras la elección de Porfirio Lobo en noviembre del año pasado marcó en la práctica el final de las controversias, y en Venezuela, la oposición ha optado por intentar derrotar a Chávez en las urnas en diciembre de 2012. El debilitamiento político y físico de Chávez parece estimular este camino. En países como Ecuador y Bolivia, donde discursos refundacionales hacían temer la gestación de gobiernos autoritarios, tanto el desgaste del gobierno como el fortalecimiento de sectores de la oposición redujeron la presión sobre la Carta Democrática.
¿Cuál sería la moraleja? Que, en medio de la globalización, las correlaciones de fuerza domésticas no pueden ser contrarrestadas por la pura presión externa. En Perú la Mesa de Diálogo funcionó por enfrentar un gobierno débil y una oposición unida, de modo que lo internacional ayuda a inclinar la balanza, pero no sustituye la dinámica interna. Hacia adelante, el reto de la comunidad internacional es más bien actuar de manera preventiva, ubicando riesgos con herramientas más sofisticadas. Más ciencia política y no solo diplomacia, por así decirlo.
Fuente: Diario La República