Mario Vargas Llosa como ensayista es siempre polémico, y su último libro, La civilización del espectáculo (Lima, Alfaguara, 2012), propone temas de debate de carácter contemporáneo, universal, que justifican su dimensión de premio Nobel. El libro sostiene que, después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental gozó de una prosperidad y libertad que democratizó la cultura, pero también abrió un inédito espacio para el ocio y el desarrollo de una industria masiva de la diversión. Así llegamos a la “civilización del espectáculo”, marcada por el escape al aburrimiento como principio supremo; esto afecta el arte y la cultura, los libros y los medios de comunicación, que se banalizan y pervierten, erosiona los valores y la disciplina sociales, con lo que la acción política deviene en la mera conservación de la imagen, la metafísica en religiosidad superflua, el erotismo en pornografía, y desaparece la preocupación por lo trascendente, por cualquier ideal de compromiso social.
Por el contrario, hasta hace algunas décadas habría existido una “alta cultura”, cultivada por una élite de intelectuales y artistas, que permitía reconocerla claramente como algo diferente y superior al mero entretenimiento, un humanismo que imponía un cuestionamiento al status quo que se expresaban en el compromiso político, en la exploración artística, en la transgresión del erotismo, en la búsqueda de alguna forma de trascendencia. Esto sería consecuencia, de un lado, de una expansión sin límites del mercado capitalista, de la lógica de la mercantilización, que confunde valor con precio y consumo; al mismo tiempo, de la desaparición de la “elite cultural”, consecuencia no intencional de la democratización y masificación de la cultura.
Seguramente el lector estará en desacuerdo con más de una de las opiniones planteadas en el libro, o con su nostalgia conservadora por la pérdida de reconocimiento de la elite de la “alta cultura”. Lo que a mí me parece rescatable es la figura del intelectual crítico con las realidades de su tiempo, y del liberal que cuestiona la lógica de mercado desprovista de sentido. Para que el capitalismo no sea destructivo, debe tener algún límite: Max Weber hablaba del espíritu religioso protestante; Adam Smith de la empatía; Octavio Paz del espíritu crítico de la modernidad; Vargas Llosa de la “alta cultura”.
Una buena lección de liberalismo para nuestros libertarios locales. Alfredo Bullard sostenía hace poco que criticar el comercialismo en el cine era expresión del anticapitalismo de izquierdistas frustrados, y defendía una “soberanía del consumidor” extrema. Vargas Llosa, por el contrario, sostiene que “todos los grandes pensadores liberales (…) señalaron que la libertad económica y política sólo cumpliría a cabalidad su función civilizadora (…) cuando la vida espiritual de la sociedad era intensa y mantenía viva e inspiraba una jerarquía de valores” (p. 182), caracterizada precisamente por un cuestionamiento a la frivolidad consumista y una apelación a valores más trascendentes.
Fuente: La República