La semana pasada participé en un seminario con docentes en el que discutimos sobre las miradas del país que transmite nuestra escuela pública, y vimos que aún ahora se halla relativamente vigente lo que Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart llamaron en 1986 “la idea crítica del Perú”, en la que la historia del país aparece como una sucesión de “episodios traumáticos y de esperanzas frustradas”. El Imperio Incaico, nuestra “mejor época” fue destruido por un puñado de invasores. La Colonia está marcada por el abuso, y el fracaso de Túpac Amaru impidió que esto cambiara, de allí que la Independencia no tuviera mayor significación y fuera traída “desde afuera” por San Martín y Bolívar.
En el siglo XIX vivimos “a la deriva”, y por eso fuimos derrotados en la Guerra del Pacífico. Finalmente, en el siglo XX, diversos intentos reformistas fueron derrotados por la oligarquía.
El Perú sería un país inmensamente rico, y si el pueblo es pobre es porque la riqueza es apropiada por potencias extranjeras, gobernantes y élites corruptas y egoístas. La enseñanza de la historia debería mantener vivo este recuento de agravios para fundamentar una futura liberación, que requeriría necesariamente de cambios muy radicales. No debería sorprendernos la vigencia de estas ideas en la escuela y en nuestra cultura política; hace unas semanas comentaba un artículo de Sinesio López en el cual, a grandes rasgos, se basaba en este tipo de lectura (“La captura de Ollanta”, LR, 29/1/12).
De cara a la conmemoración o celebración del bicentenario de nuestra Independencia, urge un gran debate nacional en torno, primero, a la veracidad histórica de esta visión y, segundo, si es que esta es la visión de nuestra historia a partir de la cual queremos construir nuestro futuro como país. Respecto a lo primero, habría que decir que el mundo prehispánico fue admirable pero despótico, y se derrumbó por sus contradicciones internas, como han señalado María Rostworowski y otros. Nuestro orden colonial está marcado por el mestizaje y la asimilación local de los elementos provenientes de Occidente, donde, si bien fue estamental, en él pudo desarrollarse una elite indígena. Habría que leer más a Juan Carlos Estenssoro y otros.
Sobre la Independencia habría que leer más a Scarlett O’Phelan, quien rescata una larga historia de sublevaciones mestizas y criollas en nuestro territorio. Sobre el siglo XIX y la formación del Estado nacional habría que leer a Cristóbal Aljovín, Gabriela Chiaramonti o Cecilia Méndez, por ejemplo, quienes muestran complejas articulaciones políticas entre elites y sectores populares. Más adelante perdimos la Guerra con Chile pero, como muestra Carmen McEvoy, sería un error asumir el discurso del triunfador, según el cual ellos ganaron por ser “superiores” y nosotros “inferiores”. Finalmente, ya en el siglo XX, el propio Sinesio López ha planteado la visión de un Estado que va democratizándose progresivamente a partir de “incursiones de los de abajo”.
Sobre estas bases podríamos abordar mejor el segundo desafío. No deberíamos entender la historia como el remoto e inescapable origen de los males que, inalterados, sufrimos en el presente, sino como un escenario complejo y cambiante siempre abierto a diversos desenlaces, donde no hay oposiciones binarias ni determinismos ni esencias inevitables, de modo que el cambio está disponible para todos en el futuro y no pasa por fórmulas simplistas.
Fuente: Diario La República