Hace muchos años, en alguna conferencia el sociólogo mexicano Fernando Escalante analizaba la célebre fotografía tomada por Marc Riboud en Washington D.C., en octubre de 1967, en la que una joven de 17 años ofrecía una flor a un grupo de soldados fuertemente armados en el marco de las protestas contra la guerra de Vietnam frente al Pentágono. Escalante decía que todos nos hemos fijado en la chica, en su valor, en su ingenuidad, en su sutil provocación; pero pocos han reparado en los soldados: en su tensión, nerviosismo, pero también en su profesionalismo y autocontrol.
Entender la dinámica de las protestas en contextos democráticos requiere, en efecto, atender tanto al lado de los manifestantes como al de los represores. Idealmente, cuando se enfrentan dirigentes sociales curtidos y representativos, y policías bien entrenados y supervisados, la protesta asume la forma de una suerte de coreografía violenta: los manifestantes saben que deben hacerse sentir, pero al mismo tiempo evitar que las cosas se escapen de control (por ejemplo, que la protesta degenere en vandalismo); y la represión sabe que debe tolerar el desorden, dejar que los manifestantes se expresen, pero que corresponde a ellos restablecer el orden, con el mínimo costo. Esto implica cierta “civilidad” en el enfrentamiento, que permita la acción de ambulancias o bomberos, el traslado de heridos, el evitar que terceros vulnerables se vean afectados (niños, ancianos, madres gestantes).
Hay países en los que hay cierta tradición política que minimiza la violencia en las protestas, como en Ecuador; por el contrario, países con fuerzas armadas y policiales con largo y violento historial represivo suelen actuar de una manera bastante desproporcionada, como en Chile, por mencionar ejemplos cercanos.
En Perú, en lo que va el gobierno del presidente Humala ya ha habido doce muertes ocurridas en el contexto de conflictos sociales; según la Defensoría del Pueblo, durante los cinco años del gobierno del presidente García ocurrieron 174 muertes, que llegan a 195 entre enero de 2006 y setiembre de 2011. Si bien hace falta información comparada precisa, la impresión es que se trata de un número desproporcionado, porque si bien la conflictividad en Perú es alta, no hemos llegado a niveles de polarización y violencia que expliquen esos números.
Creo que ellos son resultado del encuentro entre la debilidad representativa y la institucional. Es decir, de un lado tenemos que los líderes que encabezan las protestas han perdido control sobre las masas que convocan, resultado del debilitamiento del mundo gremial y organizativo; y del otro, tenemos una policía mal equipada, mal entrenada, desmoralizada, que tampoco sabe cómo enfrentar el manejo de la represión, de la que termina siendo muchas veces víctima. Urge un gran acuerdo nacional para evitar más muertes en protestas sociales, lo que requiere moderación tanto en quienes protestan como en la autoridad al restablecer el orden público.
Fuente: La República