Cada mes, la Defensoría del Pueblo presenta su reporte sobre conflictos sociales; cada mes sabemos de la aparición de nuevos conflictos, o que conflictos latentes se convierten en activos. Cada mes comprobamos que la mayoría de conflictos son “socioambientales”, y que afectan la inversión considerada indispensable para mantener el crecimiento económico. Cada cierto tiempo sabemos de conflictos que se expresan en acciones de violencia. Más todavía, este panorama se presenta desde hace años: tanto en el gobierno actual, como en el de García y Toledo, encontramos una dinámica parecida. Y cada vez que se analizan los conflictos se llega a la conclusión de que el Estado interviene tarde y mal, y que sería muy importante trabajar en la prevención, y no seguir una lógica de “bomberos”.
Si este panorama es tan conocido, recurrente, y lleva a tensiones y problemas tan grandes, la pregunta es por qué el Estado no responde adecuadamente a los mismos. Es difícil responder a la pregunta, pero varios factores ayudan a entender esta paradoja. En primer lugar, tiende a haber en las élites gubernamentales una visión conspirativa de las protestas. Es decir, ellas no tendrían razones verdaderamente atendibles, sino que serían consecuencia de maniobras políticas de sectores que manipulan a la población en función de intereses ilegítimos. Esta visión es alentada porque las élites gubernamentales descansan en gran medida en información provista por fuentes policiales y de inteligencia, que miran la realidad de una manera sesgada. El peso de estas fuentes debería estar balanceado por una red paralela de recojo de información propiamente política, pero ya sabemos que los partidos no existen como tales, y que no cuentan con redes propias que les permitan hacer mejores diagnósticos de lo que ocurre en la coyuntura.
En segundo lugar, la complejidad de la conflictividad social y la precariedad tradicional del Estado ha hecho que las autoridades en la práctica asuman que la lógica de prevención le corresponde a los actores privados, no a la autoridad pública. Si es el sector privado el que obtiene grandes beneficios con la minería, entonces que ellos atiendan las demandas sociales a través de sus políticas de responsabilidad social. En tercer lugar, ocurre que, si bien la naturaleza y dinámica de los conflictos es por lo general multidimensional, intersectorial y cruza niveles de gobierno, la toma de decisiones y responsabilidades dentro del Estado es estrictamente sectorial y parcelada. Así, los diversos sectores juegan a que los costos de actuar y decidir sean asumidos por otros.
Si así son las cosas, ¿qué cabe esperar? Lo más probable es que se siga con la lógica de los últimos años, que podría resumirse en la promoción de la inversión hasta el límite que marque la protesta social. Un cambio de esquema requeriría de una voluntad política y de una claridad respecto a un modelo alternativo que el gobierno ni tiene ni parece interesado en tener hasta el momento.