Hemos comentado antes cómo destacamos en la región porque somos los más descontentos con el funcionamiento de la democracia y sus instituciones; recientemente algunas encuestas nos ubican a los peruanos como los menos felices de A. Latina. Esto a pesar de que no somos ni el país más pobre, ni el más desigual, ni el más violento de la región. Por el contrario, somos uno de los países que más ha crecido económicamente y hemos logrado reducciones importantes en los niveles de pobreza en los últimos años. Ciertamente estos logros han sido muy parciales, desiguales, lo que ayuda a explicar esta paradoja. Pero hay otra sobre la que quiero llamar la atención: la que surge de comparar las características de nuestro debate público con el desempeño de nuestro país.
De un lado, tenemos un discurso progubernamental que presenta a un país seriamente amenazado por una conspiración internacional y de agentes extremistas locales, en la que estaríamos prácticamente al borde de la reaparición de actividades terroristas. En esta óptica, todo aquel que se moviliza, protesta, reclama o cuestiona las políticas gubernamentales es visto con sospecha, tiende a ser descalificado, ridiculizado, satanizado, por su carácter “antisistema”. Y si uno cruza a la orilla contraria, encuentra un discurso en el que se está enfrentando un gobierno represivo, autoritario, depredador, “organizado para saquear y robar”.
En este esquema participan el gobierno, el Congreso, el Poder Judicial, el conjunto de instituciones del Estado, las burocracias, los organismos internacionales, los empresarios, los medios de comunicación, los periodistas… desde este ángulo, cualquiera que simpatice con políticas de mercado es descalificado como parte de esa gigantesca conspiración cleptocrática. La manera en que se debaten temas como los conflictos sociales, los límites a la propiedad de la tierra o la renegociación de los contratos de exportación de gas me parece que ilustran estos vicios de nuestro debate público.
Espero que resulte obvio que ambas visiones son graves distorsiones de la realidad y que atentan contra la posibilidad de construir una comunidad política democrática. Convertir discrepancias legítimas en descalificaciones no solo demuestra gran intolerancia, sino que además resulta totalmente innecesario; en realidad, ni estamos enfrentando un Estado depredador, ni existen actores relevantes que planteen una vuelta al estatismo velasquista. De un lado, se cae en una lógica macartista y, del otro, en algo similar a lo que Albert Hirschman llamaba “fracasomanía”: pensar que si no se ha resuelto todo, no se ha resuelto nada. Ojalá que en los debates electorales puedan abrirse espacios en los que se reconozca la legitimidad de las propuestas alternativas al modelo actual, y que al mismo tiempo se aprovechen las oportunidades que se han abierto en los últimos años para avanzar hacia logros más sustantivos.
Fuente: La República (25/07/2010)