En los últimos días se especula sobre la aparición de algún outsider que se convierta en candidato con posibilidades de ganar la presidencia en 2016. Estas elucubraciones ganan terreno en un contexto en el que los candidatos más aparentes son todos excandidatos de 2011 o 2006 (García, K. Fujimori, Flores, Toledo, Kuczynski, Castañeda y otros), y ninguno despierta grandes entusiasmos. A diferencia del outsider de 2006 y 2011, el hoy presidente Humala, ahora el ánimo no parece estar marcado por aspiraciones “refundacionales”; por ello, el outsider podría esta vez no ser antisistema.
La figura del outsider se ha naturalizado en la política peruana porque la política misma se ha vaciado de sentido. Solo partidos con cierta historia (APRA, PPC, AP, algunos sectores de izquierda, y luego el fujimorismo y Perú Posible después de ser gobierno), pueden decir que cuentan con un núcleo de militantes, cuadros y operadores capaces de mostrar una mínima coherencia; pero incluso ellos, en funciones de gobierno, han funcionado privilegiando la convocatoria a figuras independientes con agendas distintas a las partidarias, y han padecido de una clamorosa falta de operadores y liderazgos políticos capaces de implementar iniciativas gubernamentales. Todo lo cual lleva a algunos a pensar que no se necesita un partido para gobernar, y que gobernar es poco más que asumir la función de un head hunter eficaz. Mucho más si no se aspira a salir de los límites del modelo económico-político-institucional imperante, y las propuestas se ubican fundamentalmente en el terreno de los valores: honestidad, transparencia, sensibilidad, compromiso, decisión.
Sin embargo, la aspiración de crear un movimiento político lleno de personas honestas y bien intencionadas, y la creencia de que eso sería suficiente para gobernar bien no es más que una ilusión, y de eso deberían tomar nota los aspirantes a outsiders si no quieren convertirse rápidamente en la encarnación de aquello que hoy creen rechazar. Gobernar requiere, tarde o temprano, recurrir a personas con experiencia, y todos los que la tienen la adquirieron en alguno de los gobiernos anteriores o en algunos de los partidos vilipendiados; requiere también de operadores políticos más allá de técnicos independientes, si no se quiere caer en la inoperancia; y abrir esas puertas implica casi fatalmente dejar espacios por donde se colarán personajes con intereses personalistas (los López Meneses del mañana, que son los Almeydas o Quimpers de hoy). Así, el outsider está atrapado entre la “limpieza” y renovación que lleva a la parálisis y a la ineficiencia, y el riesgo de ser cooptado por viejas estructuras, que le quitan su novedad.
Frente a esto, los outsiders tienen exactamente la misma tarea que los partidos: organizarse con tiempo, asumir la tarea en serio, no improvisar. El problema es que la lógica de las campañas electorales (mientras más corta mejor) va en contra de la lógica del buen gobierno.
Fuente: La República (15/12/2013)