Al llegar a la alcaldía de Lima a inicios del año pasado, Susana Villarán intentó resaltar el inicio de un nuevo estilo de gestión, transparente, participativo, dialogante, lo que la llevó a marcar diferencias con el alcalde Luis Castañeda; al mismo tiempo, lanzó críticas al presidente de entonces, Alan García, por su estilo autoritario y cercanía con grandes empresas transnacionales, a propósito de la construcción del “Cristo del Pacífico”; e intentó llevar adelante iniciativas en el campo simbólico, como la ordenanza de respeto a toda orientación sexual, por ejemplo. Es decir, quería marcar claramente diferencias con autoridades de orientaciones políticas de derecha. Sin embargo, le fue muy mal políticamente; ahora, la alcaldesa finalmente ha detenido la tendencia a la caída en la aprobación ciudadana, pero bajo banderas que en principio no eran parte central de su identidad: llamar la atención sobre la realización de grandes obras de infraestructura, y reorganizar el tránsito de la ciudad, levantando la bandera del orden y el perfil de una autoridad que no teme enfrentar las “papas calientes”, una suerte de mezcla de los estilos de gestión de Castañeda y Andrade.
A finales de 2010, al inicio de la campaña electoral, Ollanta Humala hablaba de la “gran transformación”, pero empezó a darse cuenta de que con ese discurso no ganaría la presidencia. Desde entonces pasó por el “Compromiso con el pueblo peruano” de marzo de 2011, la “Hoja de ruta” y el “Compromiso en defensa de la democracia y contra la dictadura” de mayo de ese mismo año, viraje al centro consolidado como presidente electo y luego como presidente en ejercicio. Estos cambios le permitieron ganar la elección, y en su primer año como presidente mantener el crecimiento económico y contar con niveles de aprobación ciudadana superiores a los de sus dos predecesores.
Lo que esta evidencia sugiere es que, al menos para Lima y para el país en su conjunto (las cosas son diferentes en algunos espacios regionales), la clave del éxito político se encontraría en la moderación y en cierta continuidad básica con las prácticas políticas de los gobiernos anteriores. Sin embargo, también lo es que para cualquier fuerza política progresista que se respete, es imperativo encontrar la manera de demostrar que su práctica de alguna manera marca una diferencia sustantiva con las opciones conservadoras. Está muy bien que las fuerzas de izquierda aprendan que es muy importante gobernar mostrando eficiencia, asegurando la estabilidad y la continuidad de las iniciativas que funcionan y que son apreciadas por la ciudadanía; y que sean realistas respecto a las posibilidades de aplicar sus plataformas originales. Sin embargo, también deben encontrar la manera, dentro de esos márgenes, de marcar una diferencia. La izquierda peruana parece oscilar entre el radicalismo maximalista y la resignación desencantada, y urge encontrar algún camino intermedio que tenga sentido.
Fuente: La República