Lee la columna escrita por nuestro investigador principal, Martín Tanaka, para el Diario el Comercio ►https://bit.ly/3NDyNSV
Aparentemente, estaríamos en una nueva etapa dentro del gobierno de la presidenta Dina Boluarte, a propósito de su declaración en conferencia de prensa el jueves pasado en la que señaló que la posibilidad de un adelanto de elecciones está cerrada y que seguirá trabajando hasta julio del 2026.
Ciertamente, la presidenta Boluarte es muy débil y su continuidad estará permanentemente en cuestión. Según la encuesta de mayo del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), apenas el 15% de los entrevistados aprueba su gestión, mientras que la desaprobación llega al 79%. El 82% considera que lo más conveniente para el país sería un adelanto de elecciones. Y, como sabemos, Boluarte no cuenta con un partido, con una bancada que la respalde en el Congreso, y depende de una mayoría circunstancial que podría desarmarse rápidamente. Se trata, además, de un gobierno relativamente aislado y desprestigiado en el ámbito internacional, sobre el que pesa la grave responsabilidad de haber enfrentado las protestas de diciembre y enero pasado con prácticas signadas “por el uso desproporcionado, indiscriminado y letal de la fuerza” que generaron muertes que incluso –en el caso de Ayacucho–, “al ser perpetradas por agentes del Estado […], podrían constituir ejecuciones extrajudiciales. Además, al tratarse de múltiples privaciones del derecho a la vida, dadas las circunstancias de modo, tiempo y lugar, podrían calificarse como una masacre”, según el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 23 de abril.
El 43% de los entrevistados en la encuesta de mayo, sin embargo, al ser consultados sobre qué consideran que sucederá en el futuro, más allá de sus preferencias, señalan que Boluarte se quedará hasta el 2026. Si bien un 46% sigue pensando que las elecciones serán antes, no es aventurado suponer que esa suerte de “realismo resignado” siga extendiéndose. Lo mismo parece suceder en el mundo de las expectativas empresariales, que empiezan lentamente a recuperarse. Así, se extiende la sensación de que el riesgo de una “muerte súbita” del Gobierno se ha desvanecido y de que las protestas sociales no tienen la contundencia necesaria para torcer la voluntad del Gobierno y del Congreso.
Se trataría de un nuevo escenario que fuerza a cambiar la lógica de los actores. Si bien para Boluarte esto podría significar una suerte de alivio, en realidad el cambio en el horizonte temporal eleva la varilla de la exigencia. No basta, como antes, con simplemente sobrevivir (en algunas coyunturas, a sangre y fuego) para contar con el respaldo de sectores identificados con el ‘statu quo’ de todo tipo. Con el horizonte ampliado, tiene que ser capaz de mostrar algunos mínimos resultados de política: seguridad ciudadana, atención de la salud, promoción de la inversión, entre muchos otros. Una gestión mediocre o displicente podría avivar la llama de la protesta y de la bandera del adelanto electoral. Esto es peor para Boluarte. Una presidenta con tan bajos niveles de aprobación y de legitimidad inevitablemente empujará, tarde o temprano, a los diversos actores a distanciarse de ella, precisamente tomando en cuenta el escenario electoral. La renuncia de la ahora exministra de Salud y las recientes declaraciones de Keiko Fujimori muestran que la lógica de esta nueva etapa es bastante distinta. El Congreso intentará pasarle al Gobierno todas las facturas del descontento ciudadano, pero sin comprometer las elecciones en el 2026. No será una operación sencilla. La clave para Boluarte estaría en mejorar de manera importante la capacidad de gestión, pero para ello necesitaría otro tipo de convocatoria y darle un giro importante a su gobierno, lo que no es imaginable ni sería creíble por el momento.
Para el país, la gran pregunta es cómo lograr que el período de inestabilidad en el que estamos desde el 2016 no se extienda más allá del 2026. Hay mucha tarea en esta nueva etapa, en la que deberíamos forjar acuerdos básicos y amplios de gobernabilidad para salir de un atolladero del que solo podremos salir colectivamente.