Reseña realizada por Jorge Paredes ► https://bit.ly/2LN4qam
La Lima del siglo XVIII era una villa casi rural, agitada y bulliciosa. En sus plazas, calles, pulperías y caminos polvorientos, surcados por acequias y canales, hombres y mujeres de colores diversos —españoles, criollos, mestizos, indios y negros— se dedicaban a múltiples actividades. A los africanos y sus descendientes se les veía caminar con soltura: algunos vendían productos en las calles, otros hacían mandados, unos trabajaban en oficios menores y sucios, como descuartizadores de reses o aguadores, y había los que parecían vagabundear entre los corrales, chacras y huertas cercanas en las que se sembraban verduras, frutas, granos y alfalfa.
Los viajeros que pasaban en aquel tiempo no sabían con exactitud quiénes eran esclavos y quiénes no. A diferencia de otros centros coloniales, en Lima no se veían hombres encadenados entre los cañaverales ni arreados a latigazos como bestias para ir a trabajar. Sin negar la existencia de inhumanos regímenes de opresión en obrajes, trapiches o haciendas, en gran parte del período colonial se vivió lo que la historiadora Maribel Arrelucea llama “una esclavitud relativa”. Ella ha publicado un libro que desvela los diversos mecanismos de los que se valieron los esclavizados para hacer más llevadera su situación, para sobrevivir en medio de la adversidad.
Y así aporta datos insospechados: la mano de obra esclava no fue tan numerosa como en otros lugares, y quienes más la usaron fueron las órdenes religiosas. En las haciendas jesuitas de Santa Beatriz, San Juan y Villa, el número de esclavizados podía sobrepasar el centenar, pero en una chacra de regular tamaño en Pando o Lince no había más de 20. Y no solo los ricos recurrieron a esta práctica, sino también los pobres o las mujeres solas que de esta manera se mantenían ‘alquilando’ a sus esclavos como jornaleros. Incluso hubo casos de libertos que ‘compraron’ la manumisión de la mujer que amaban o viceversa.
En esta ciudad de medias tintas, la esclavitud tuvo también sutilezas. Cada cual negociaba como podía sus beneficios en esa pirámide de castas que fue la sociedad virreinal.
“Tenemos la imagen predominante de esa esclavitud arcaica, de la plantación, que convierte a la persona en animal como en la serie Raíces, pero en Lima el sojuzgamiento dependió de múltiples factores: de quién era el amo, de la especialidad laboral del esclavizado, o de las relaciones que establecía con sus propietarios”, dice Maribel Arrelucea.
Esto, en gran medida, pudo ser posible porque aquí la esclavitud no fue masiva sino a pequeña escala. Según el censo de 1791, solo el 3,74 % de la población era esclava. Por eso la relación que se estableció entre cautivos y propietarios fue cercana, y se desarrolló mayormente al interior de las casas. Ahí se generaron vínculos afectivos que fueron aprovechados por los esclavizados para sobrevivir.
Arrelucea cuenta que uno de los casos más interesantes fue el de los esclavos jornaleros. Eran hombres y mujeres que tenían libertad de movimiento, y que habían sido comprados para que se dedicaran a múltiples oficios y así pudieran pagar un jornal a sus amos. Es probable que muchos de ellos, después de cumplir con sus tareas, se dedicaran al juego, la bebida o el ocio, y contribuyeran a crear esa imagen variopinta de Lima a mitad del siglo XVIII.
“En aquella época era normal que un esclavo trabajara por las mañanas como doméstico, y por las tardes saliera a las calles a vender dulces, comidas y licores”, añade la autora.
Las historias que se cuentan en este libro han sido sacadas de los múltiples litigios seguidos por los esclavizados en el Tribunal Eclesiástico. Ahí no solo denunciaban a sus amos por sevicia (malos tratos), sino también buscaban permisos de matrimonio, presentaban quejas para evitar ser separados de sus parejas, o pedían licencias para ver o bautizar a sus hijos.
Por ejemplo, Gregorio Ocaña, en 1787, denunció al amo de su esposa, quien quería venderla “en las chacras de Huarmey”. O María Lamayor, “esclava de casta carabalí”, invocó en 1783 la “santidad de su matrimonio” para exigir la pronta venta de su cónyuge. Sucede que el amo de este quería retenerlo y evitar que se viera con ella. Otra, María Yta, denunció a la propietaria de su marido por encerrarlo en una panadería.
“Los esclavos que se portaban mal no eran llevados a las cárceles, sino a las panaderías”, precisa la historiadora. Ahí sí había grilletes, látigos y jornadas inhumanas de trabajo que empezaban a las seis de la tarde y terminaban pasado el amanecer. Los que eran llevados a estos molinos terminaban con los pies lacerados, con la espalda destruida por los golpes que recibían de los capataces.
La libertad era un sueño que todos buscaban. “Esta se ganó a largo plazo, muchos la consiguieron como gracia por sus servicios, otros de generación en generación al interior de las casas”, dice Arrelucea. Y —como también se cuenta en este libro— no pocas mujeres la obtuvieron en los dormitorios, después de enamorar a sus propietarios y tener un hijo con ellos. Era un precio alto pero efectivo