Texto original en El Comercio: https://bit.ly/2yaJ01g
Por Carmen Mc Evoy
El Perú se forjó a sangre y fuego, y de ello da cuenta la cantidad de guerras, tanto civiles como internacionales, que definen el violento siglo XIX. Cabe recordar que en la sangrienta década de 1870, que se cierra con la Guerra del Pacífico, dos presidentes fueron asesinados (José Balta y Manuel Pardo), y un ministro de Guerra fue colgado junto a uno de sus hermanos en las torres de la catedral de Lima. Tanta era la preocupación en torno a la belicosidad que reinaba en el Perú que un grupo de secretarios de Hacienda de la llamada “prosperidad falaz” (1845-1878) envió informes al Ejecutivo y al Congreso en los que se señalaba que la guerra y el guano —una suerte de gasolina que la eternizaba— eran los responsables de la debacle del orden republicano.
Ello venía de antigua data: en la década de 1850, tan solo en el hundimiento de la fragata Mercedes, que naufragó al chocar contra una roca mientras navegaba por la costa peruana conduciendo un batallón, murieron 850 personas. A aquella “hecatombe humana”, como la denominó José Arnaldo Márquez, habría que añadir los dos mil muertos de la batalla de Arequipa (un tercio de los dos ejércitos antagonistas), los 300 hombres que perecieron en el ataque al Callao, los 500 que corrieron igual suerte en el Alto del Conde (Moquegua) y los más de 850 combatientes que yacían gravemente heridos en los hospitales de sangre el día posterior a la batalla de La Palma. En 1858, el general Castilla reconoció el sacrificio “de diez mil víctimas en todo el curso de la revolución” y los más de 20 millones del tesoro público saqueados por los revolucionarios.
¿Existe un trabajo conjunto para explicar el fenómeno de la guerra en nuestra historia? Hasta el momento carecemos de esta cartografía que desentrañe esos conflictos complejos y multicausales que no solo trajeron muerte y destrucción, sino que llevaron a la territorialización del Perú, a la expansión de la ciudadanía, al contrapunto político entre Lima y las provincias. Es decir, a esa legitimación de la violencia, como ocurre en la república temprana, en aras de su propia salvación. Eso es lo que se propone hacer el volumen Tiempo de guerra, una obra colectiva que plantea un análisis de la larga duración y que se inscribe en esa tendencia que en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica se conoce como historia social de la guerra, la cual analiza el fenómeno de manera integral, como un hecho que afecta todos los aspectos de una determinada sociedad, la economía, la cultura y la política.
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Analizar la guerra como fenómeno social permite que esta salga del campo de la historia militar para convertirse en un observatorio de una sociedad como la peruana. Lo que muestran los artículos de este volumen es, justamente, la contingencia que sirve de escenario para la construcción del Estado peruano. Porque, si bien la guerra democratiza, como señala Jorge Basadre en “La iniciación de la república”, y descentraliza, como para el caso peruano sugiere Halperin, la guerra intermitente, también, debilita el Estado y fragmenta la nación. La guerra de guerrillas en los Andes, dirigida por Andrés Avelino Cáceres, muestra, por otro lado, la defensa de la patria chica de parte de los pobladores de las comunidades indígenas, quienes ofrendan su vida por ella.
Una de las contribuciones de Tiempo de guerra al debate sobre el conflicto armado y la violencia política en el Perú es multiplicar las voces, las miradas, los intereses y los puntos de vista de distintos tipos de actores. La guerra —en el periodo que nos interesa— no se limitaba a ser el oficio de los militares profesionales, sino que afectaba e incluía a la totalidad de la población. Por eso, en los distintos capítulos, se aborda el problema desde el punto de vista de los comerciantes y proveedores, de los letrados e ideólogos de cada facción, de los jefes milicianos y de las comunidades indígenas.
Aunque todavía queda mucho por hacer, una de las principales fortalezas de esta nueva historia social y política es recuperar las voces silenciadas de los sectores populares. En la medida que las fuentes lo permitan, una de las tareas importantes de esta historiografía debería residir en incrementar estas voces hasta reintegrarlas plenamente al relato histórico de la guerra que, paradójicamente, crea y a la vez destruye porque es una de las expresiones más elocuentes de la condición humana con su grandeza e inocultable miseria.