Lee la columna escrita por Carlos Contreras, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3VVayEd
En un lapso de apenas 100 días, entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, 800.000 personas de la etnia africana tutsi fueron asesinadas en Ruanda, un país del África central, a manos de milicianos y soldados del gobierno de los hutus, otro grupo étnico del país. La masacre fue desencadenada por el derribo del avión en el que llegaba de regreso a Kigali el presidente Juvenal Habyarimana, acompañado del presidente de Burundi, otro líder político destacado de los hutus.
La conmoción producida por el magnicidio puso el gobierno en manos de una facción radical de los hutus, quienes asesinaron a la primera ministra Agathe Uwilingiyimana y a diez soldados belgas que le servían de guardia, y acusaron al Frente Patriótico Ruandés (FPR), dirigido por los tutsis, del atentado. Mediante mensajes radiales y de boca a boca convocaron al Ejército y a sus seguidores a acabar con los tutsis, que conformaban una fracción minoritaria y, según ellos, enemiga del país. Sus viviendas y negocios fueron saqueados. Bandas armadas los interceptaron en las carreteras por las que huían, acabando con ellos a golpes de machete y todo tipo de armas. En algunas ciudades fueron encerrados en iglesias y estadios, donde las autoridades los confinaron pretextando su seguridad, para luego exterminarlos en un carnaval de sangre. Aparte de los muertos, hubo un cuarto de millón de mujeres violadas, incluyendo a la primera ministra. Entre las víctimas hubo también hutus moderados, que se opusieron al genocidio y albergaron en sus casas a los tutsis. Como respuesta, hubo también matanzas de tutsis contra los hutus.
Ruanda fue parte del Congo, ocupado primero por los alemanes y después por los belgas, hasta la independencia del país en 1962. Igual que en los países hispanoamericanos, los líderes de la independencia nacional y primeros gobernantes fueron exsoldados nativos del ejército imperial, como el propio Habyarimana, que presidió el país por más de 20 años.
El dominio belga se apoyó en los tutsis para el control del país. Eran una especie de élite natural, por su mayor prestigio social y riqueza. Pero, igual que en el Perú, la independencia significó no solo la ruptura con la metrópolis europea, sino también el reemplazo de la monarquía por un régimen republicano. Este fue tomado por los hutus, quienes forjaron su propia visión de la historia nacional. Los hutus eran el verdadero pueblo ruandés, mientras que los tutsis eran advenedizos venidos de Etiopía y colaboradores del imperialismo del hombre blanco. Se clausuraron sus negocios y se les empujó al exilio a los países vecinos.
El Gobierno Francés había venido respaldando al régimen de Habyarimana y prestándole apoyo militar, en la medida en que este era francófono y contenía al líder tutsi, Paul Kagame, formado en Estados Unidos. Pero también le impuso los acuerdos de Arusha, que permitieron el regreso de los tutsis exiliados y la participación política del FPR. Los hutus radicales rechazaron dichos acuerdos y fueron los principales responsables del genocidio ruandés. La masacre terminó cuando el FPR tomó Kigali y capturó a los líderes hutus que no alcanzaron a fugar. Hubo juicios y condenas, algunas de cadena perpetua.
La lección trágica de la que fue la mayor masacre del último medio siglo es que la transición de colonia a nación independiente nunca es fácil. Sea que los descendientes de los colonos permanezcan en las excolonias, como ocurrió en América, o que se retiren, como en Asia,África o Haití, el tejido y la cohesión social que demanda una nación independiente no se conforman durante el período imperial ni al día siguiente de la independencia, sino que resultan de un proceso complejo que, en el caso de nuestro país, quizás todavía no esté concluido.