Por Ricardo Cuenca (*)
A fines de los años ochenta, el reconocido sociólogo estadounidense Neil Postman publicó “El Fin de la Educación”, un influyente libro que reanimó, con más y mejores argumentos, una recurrente discusión sobre el futuro que debiera seguir la escuela y la educación institucionalizada, a la luz de las transformaciones sociales y de los vertiginosos cambios del mundo actual.
La escuela fue, junto con el ejército, la institución responsable de crear las condiciones para la consolidación de los Estados y la formación de naciones. Sin embargo, perdida en un conjunto de sofisticadas discusiones sobre ingeniería y tecnología educativa, la escuela ha descuidado su finalidad primera: la formación de ciudadanos. Como sostiene Postman, esta situación ha provocado que se hayan desarrollado conocimientos sobre métodos y técnicas educativas, a la vez que ha desaparecido el discurso global sobre la necesidad de asistir a la escuela y dotar de argumentos morales a la enseñanza que allí se desarrolla. Por lo tanto, rescatar a la escuela de las trampas de las teorías y del “deber ser” resulta indispensable.
En el Perú, esta discusión cobra un valor particular debido al actual contexto. El extraordinario crecimiento económico que exhibe el país existe junto con una persistente desigualdad y una evidente debilidad de las instituciones sociales. Esta situación pende como una espada de Damocles sobre nuestra frágil democracia, que de quebrarse o debilitarse pondría en riesgo los logros económicos alcanzados. Aquí es donde cobra importancia colocar a la justicia social en el centro de las preocupaciones teleológicas de la educación. Aquí es cuando me refiero que volver al desafío significa retomar la esencia de la educación; es decir, preparar a las personas con las competencias necesarias para construir un desarrollo inclusivo en el marco de una sociedad democrática.
Este desafío debiera incluir también la necesidad de recuperar la enseñanza como base fundamental de la educación y confirmar que la complejidad que supone formar ciudadanos bien puede ser atendida mediante procesos simples. Ayudaría muchísimo que los docentes sepan, cada día, qué van a enseñar, para qué lo van a hacer y cómo lo desarrollarán, y que las escuelas “se piensen” menos como sofisticadas organizaciones, para preocuparse más en funcionar cotidianamente como espacios de reconocimiento del otro.
Ante la urgencia de superar un conjunto de problemas educativos, el alejamiento de “fetichismos” metodológicos y la postergación de los cambios curriculares es un asunto prioritario que debe atender el sistema educativo. Es cierto que la crisis de la educación es de alguna manera el reflejo de la crisis social, pero es cierto también que la educación puede ayudar a superar esas crisis. Por ello, renovar la finalidad educativa en la formación de ciudadanos -que comprendan lo que lean, que puedan hacer ejercicios de abstracción y, que respeten y alienten la convivencia democrática resulta impostergable. Volver al desafío es creer que la escuela, tal como la describió el maestro Luis Jaime Cisneros, debiera servir para que los estudiantes aprendan a opinar y, también, para que aprendan a emocionarse.
(*) Psicólogo social. Investigador principal y director de Investigaciones del IEP