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Si algo nos muestran las numerosas semblanzas en torno a la figura de Alan García (1949-2019) es que su vida política no ha dejado a nadie indiferente en el Perú. Todos tienen una opinión sobre su personalidad, sus gobiernos, su partido, su patrimonio y -en última instancia- sobre su trágica muerte. En buena medida, García fue uno de esos políticos destinados a vivir y sobrellevar la confrontación: salvo por su breve hegemonía política alrededor del año 1985 (cuando fue electo presidente por primera vez), el líder aprista siempre cultivó numerosos enemigos políticos y amplios sectores de la sociedad peruana le rechazaban. A continuación, presto atención a tres públicos con quienes García creció en distanciamiento en los últimos años (particularmente cuando dejó la presidencia en 2011).
Los millennials. Es interesante notar que, salvo por su apoyo a la proactiva juventud aprista, el líder no parecía tener interés por apelar a un público joven mayor; algo fundamental si -como anunció en 2018- quería regresar a potenciar su partido. En su simulacro de votación de marzo de 2016, GFK encontraba que el candidato de Alianza Popular -la fallida alianza del APRA con el PPC y Kouri- recogía sólo el 5.4% de intención de voto entre las personas entre 18 y 24 años (casi el mismo porcentaje que su total nacional). Verónika Mendoza, por ejemplo, obtenía el 23.7% entre esos jóvenes (casi nueve puntos por encima de su total nacional). El reggaetón que acompañó su publicidad y el mitin en la playa durante la campaña de 2016 apuntaban a un público joven, pero -más allá de sus propuestas de empleo juvenil- la sobreactuación de García en sus declaraciones públicas no dialogaba bien con la comunicación “en línea” y sobre todo con el distanciamiento de los jóvenes hacia las formas de la “política tradicional”. De ahí que, con el paso de los años, su figura se haya vuelto tan ajena para los millennials. Su falta de reflexividad -de darse cuenta cómo los demás lo perciben- y la adoración de sus seguidores lo encerraron aún más en un mundo políticamente anquilosado.
La izquierda (en todas sus variantes). Académica o activista, partidaria o twittera, sanmarquina o católica, García fue -junto a Alberto Fujimori- la figura más detestada de la izquierda desde los ochenta (con una breve tregua durante los años del fujimorismo) y particularmente desde 2006, cuando empezó una retahíla de acciones de liberalización económica y declaraciones conservadoras. Todos en la izquierda tenían un motivo para odiarle: por la matanza de los penales, por el Baguazo, por su cercanía a Cipriani o por su percibida “charlatanería académica” (pese a que muy probablemente es el presidente peruano con más libros bajo su firma). García abandonó cualquier autoidentificación con la izquierda desde 2011 (al menos con la nacional, todo indica que siguió llevándose muy bien con algunos pares de la órbita de la Internacional Socialista y de Lula). A diferencia de Perón, no deja un partido con diversas tendencias empoderadas: el ala izquierda del Partido Aprista está claramente supeditada a la agenda de entendimientos del partido con el fujimorismo político y mediático. Por el contrario, deja un partido que -en ideología- perfectamente podría recibir alguna de las famosas asesorías de Steve Bannon.
Los liberales. Mucho se ha escrito de la división que ocasionó en el Movimiento Libertad la irrupción de Fujimori y su conversión parcial a la agenda vargasllosiana de reformas liberales. Alan García también trazó su particular línea en la Isla del Gallo del libremercado cuando adoptó su agenda económica en 2006. Se llevó consigo a cercanos del PPC, al sector conservador de El Comercio, al cardenal Cipriani y a ese público fujimorista que quedó sin líder mediático en la década del 2000. Años después sumaría entre sus apoyos a la primera camada de influencers declaradamente “antimarxistas” en Twitter. Y, sin quererlo, acercó al liberalismo político vargasllosiano -reflejado en figuras como Pedro Cateriano- nada menos que a Ollanta Humala y a los sectores más moderados de la izquierda. El incipiente liberalismo republicano que hoy aparece -a diferencia de hace diez años, hoy tenemos una bancada liberal y una ciudadanía que apoyó contundentemente la reforma política de 2018- no podría entenderse sin la radicalización que García inició en 2006 y que acercó a los grupos más moderados de la izquierda y la derecha liberal a conformar un prospecto, aún en elaboración, de centro democrático.