Como en las muñecas matrioskas rusas, destapar alguno de los aspectos de la guerra que acaba de lanzar Vladimir Putin contra Ucrania conduce a encontrarse con otro nuevo. La superposición de elementos hace difícil apreciar un escenario de conjunto que permita situar las razones y consecuencias del conflicto. Ello conduce a miradas ingenuas, como las de algunos analistas que siguen imaginando un mundo bipolar en el cual la democracia parece un atributo innato de la bondad occidental (Applebaum), o cínicas, como la declaración del Grupo de Puebla, que evade una condena firme ante al uso de la guerra en medio de una grave pandemia, y que ocasionará efectos nefastos para las poblaciones más pobres e indefensas de todo el planeta (de inmediato se incrementó el precio de los combustibles, a lo cual seguirá el alza del valor de los alimentos).
El de Ucrania es uno de los muchos casos, dispersos en el mundo, de naciones históricas que buscan alcanzar o afianzar su condición de Estados independientes. Al final del siglo XX, la desintegración de la URSS brindó la oportunidad para que diversos pueblos, anteriormente sometidos al viejo imperio ruso y posteriormente al Estado comunista que lo reemplazó, logren adquirir el estatuto de nuevos Estados plenamente reconocidos en el ámbito internacional. Así, como varias otras naciones de la ex URSS, Ucrania pudo convertirse en una república independiente.
Como otras recientes repúblicas del este europeo, Ucrania pasó a enfrentar el dilema de priorizar su seguridad (entre otras cosas, mediante un mayor acercamiento a Europa occidental) o rehacer amistosamente sus vínculos históricos con Rusia, incluyendo la opción de una alianza explícita que la alejara de la influencia directa de los EE. UU. Ello se mezcló con temas sumamente espinosos, como la disposición de armas nucleares heredadas de la Unión Soviética, o el manejo de la propia condición multinacional de sus flamantes territorios. Al final, resulta irónico que varios Estados de pueblos que sufrieron en carne propia las políticas genocidas del estalinismo que acarrearon millones de víctimas, terminaran buscando el simple sometimiento de otras minorías nacionales en sus territorios.
En esa caja de Pandora, Putin halló la posibilidad de avanzar su propio proyecto. No se trata, como suelen destacar algunos críticos, de un simple afán de restauración del imperio perdido. La nostalgia monárquica tiene menos peso en el Kremlin actual que el interés de mantener el capitalismo mafioso al que dio lugar el estallido de la URSS. Más allá de la retórica nacionalista que siempre ha acompañado el accionar del Estado ruso, lo que Putin ha pasado a exhibir con la invasión a Ucrania responde fundamentalmente a una fría y calculada estrategia de doble faz: seguir legitimando su régimen de mano dura, blindando así el entramado de negociados que lo sostienen, y junto a ello tratar de asegurar, hasta donde le resulta posible, la influencia económica y geopolítica rusa en el panorama global de las próximas décadas.
La imperialidad —el neologismo alude a la herencia de los imperios en el mundo global— es uno los extraños ingredientes del actual escenario de reposicionamiento hegemónico de las grandes potencias mundiales, en su condición de Estados autónomos o bien como parte de bloques continentales. No solo Rusia, sino también los EE. UU., China, la Unión Europea (sobre todo Alemania y Francia), Japón o el Reino Unido juegan con una aureola discursiva de reminiscencias imperiales, con la cual pretenden legitimar sus actuales intereses y apetitos. Sin embargo, la evolución del sistema-mundo capitalista de hoy parece tomar un rumbo distinto. Más que una multipolaridad estatal, se están definiendo circuitos de influencia geopolítica y económica que se sitúan, sin poder cambiar la situación de conjunto, en un escenario global irreversible, al menos durante las siguientes décadas o quizá siglos. El eje de la situación sigue siendo el desplazamiento del polo de acumulación capitalista desde Occidente hacia Oriente, con China como nodo central.
El declive hegemónico de los EE. UU., así como el frenazo reciente de la consolidación de la Unión Europea, también pueden ayudar a explicar buena parte de la tragedia que envuelve estos días al pueblo ucraniano. En 2013 y 2014, con el volteretazo desatado por las protestas pro-europeas conocidas como el Euromaidán, así como con la anexión rusa de Crimea, se inició una guerra de posiciones que no cesó tras los acuerdos de Minsk. Desde el año pasado, con el inicio de supuestos ejercicios militares ruso-bielorrusos, hasta el despliegue de centenares de miles de soldados alrededor de Ucrania, asistimos al montaje sádico de un nuevo tipo de guerra avisada. No es cierto —como insisten algunos defensores nostálgicos de una Rusia que ya no existe más— que la respuesta ante la expansión de la OTAN solo podía ser de tipo militar. La solución tampoco debía recaer en la exclusiva decisión militar de Putin, cuyo afán de poder y supervivencia resulta capaz de arrasar todo a su favor, incluyendo pisotear los derechos humanitarios básicos de pueblos como el ucraniano.
Así, el anuncio de Putin reconociendo unilateralmente las dos nuevas republiquetas rusas en la sufrida región de Donbás, fue la declaratoria de un nuevo tipo de guerra fulminante. Vemos ahora el desenlace de una guerra con resultados militares preestablecidos, que sembrará un nuevo tinglado geopolítico global, pero que no cambiará las tendencias de fondo del actual sistema-mundo capitalista. Gracias a Putin, los EE. UU. pueden volver a lucir influencia mundial. La Unión Europea continúa descolocada, casi extraviada en su propio bosque, aunque ahora sabe que deberá asumir con prioridad el reto de una real autonomía geopolítica, económica y hasta energética. China, por su parte, debe estar calculando la magnitud de los nuevos negocios que el escenario por venir traerá consigo.
Entretanto, eriza los pelos saber, contra todo sentido humanitario, y en un mundo aún asolado por la terrible pandemia de covid-19, que la barbarie de un jerarca alucinado logró imponerse otra vez. Putin terminó de tirar por los suelos el ya endeble andamiaje institucional de seguridad y paz mundial, construido luego de las dos grandes guerras y la Guerra Fría del siglo anterior. Como mucha gente, cuando la URSS colapsó pensé que podía quedar atrás el riesgo de un nuevo conflicto de alcance mundial. El ulular de sirenas en la Ucrania de estas horas acaba de despertarnos de golpe. Era falso el sueño de una posible paz global sobre la base de acuerdos democráticos mínimos y una ética humanitaria común. La guerra de Putin, más bien, nos coloca en el escenario imprevisible de una nueva paz armada. Así se conoce al periodo de declive imperial y posicionamiento de diversos estados nacionales que antecedió a la primera gran guerra. Ojalá la de ahora no tenga el desenlace de horror, destrucción e irreparable sufrimiento humano que reemplazó a la anterior.