El primer año de gobierno de Pedro Castillo ha culminado, y el balance general es por supuesto negativo. A estas alturas pretender salvar la imagen del Ejecutivo sería obstinado. El Gobierno autoproclamado del pueblo ciertamente no ha estado a la altura de lo que una población devastada por la pandemia y por la prolongada crisis política exigía. El Congreso, por su lado, también ha contribuido a la degradación de nuestra frágil democracia merced a sus decisiones e iniciativas. La primacía de intereses cortoplacistas, mafiosos y corporativos ha preponderado entre las bancadas congresales. Tanto Gobierno como Parlamento han jugado en pared convirtiéndose en protagonistas del descalabro institucional que hemos presenciado en apenas 12 meses, y que coloca al país en una seria encrucijada ante el futuro inmediato.
La “celebración” del bicentenario no ha sido en realidad más que un prolongado desfile de escándalos mediáticos, medidas controversiales, declaraciones polarizadoras y navajazos políticos entre autoridades y representantes. La “democracia sin partidos” que avanzaba con relativa estabilidad finalmente terminó por sucumbir. La debilidad de las organizaciones políticas, así como la ausencia de liderazgos y plataformas aglutinadoras, han creado el marco de oportunidades propicio para la consolidación de viejos y nuevos actores, y grupos que miran (y manosean) al Estado como botín. Quienes antes operaban más bien soterradamente, hoy en día lo pueden hacer abiertamente y sin mayores tapujos, ante la mirada impávida de una sociedad civil desprovista de los recursos e incentivos necesarios para seguir los hechos de coyuntura política y movilizarse en torno a ellos. En parte por el desacople entre el campo estatal-institucional y la arena social, las principales fuerzas políticas representadas en el Ejecutivo y el Legislativo han tenido la oportunidad de, en los primeros 365 días de gobierno, incentivar una cruzada para desmantelar el aparato público y erosionar nuestra precaria institucionalidad, la que esforzadamente se había logrado construir, entre idas y vueltas, en el último par de décadas. A causa de ello hemos advertido no solo la reversión de varias reformas institucionales fundamentales, sino a su vez el éxodo masivo de funcionarios valiosos ubicados en diferentes instancias del Estado.
Considero entonces que, culminado el primer año del periodo gubernamental inaugurado en 2021, las responsabilidades políticas de nuestra compleja situación actual merecen analizarse en función de lo realizado tanto por el Gobierno como por el Parlamento, aun considerando que, debido a la naturaleza de nuestro régimen presidencialista, el foco de la atención recaiga habitualmente sobre el Ejecutivo. Pero si algo nos ha enrostrado el último quinquenio es que la enredada dinámica política peruana se explica menos por las labores de cada poder por separado y más por el nexo conflictivo y tirante que se ha establecido cotidianamente entre el Ejecutivo y el Legislativo. Expresión de dicho enfrentamiento han sido los diferentes procesos de recambio de autoridades políticas a partir de 2016. Asimismo, la desaprobación de ambos poderes, que supera el 70% (según el último informe de opinión del IEP), es en cierto sentido tributaria de cómo la ciudadanía procesa la relación beligerante entre el Gobierno y el Congreso.
Una evaluación que no atribuya responsabilidades y soluciones compartidas nos conduciría al dilema de la manta corta, es decir, un escenario en donde debido al reducido tamaño de la manta tengamos que elegir entre cubrirnos la cabeza o taparnos los pies, pero nunca las dos partes del cuerpo al mismo tiempo. Este dilema implica que por enfocarnos en explotar una problemática terminemos automáticamente desenfocando otra igual o más acuciante. Volviendo al caso peruano y a la relación Ejecutivo-Legislativo, el dilema de la manta corta podría expresar cómo durante los últimos meses se han incentivado posiciones que abogan por superar el impasse político resguardándose detrás de la figura presidencial (sin importar cuán deslegitimada se encuentre) y demandando el cierre del Congreso, así como otras que promocionan la emergencia un “nuevo gobierno” nacido de la mesa directiva del Congreso, naturalmente uno logrado después de seguir un proceso de vacancia contra el presidente y la vicepresidenta actuales.
El encumbramiento de este maniqueísmo político suele pasar por agua tibia que, en los últimos 12 meses y gracias al “acuerdo” entre oficialismo y oposición, el “cuoteo” y copamiento generalizado de puestos claves en el Estado fue posible (basta recordar el inusitado blindaje parlamentario que recibió el exministro de Transportes y Comunicaciones, Juan Silva, hoy prófugo de la justicia); que las contrarreformas en el magisterio y en la educación superior universitaria han avanzado aceleradamente; que los intereses revisionistas de los grupos conservadores sobre la enseñanza de la historia y de la educación sexual en el currículo escolar han conquistado espacios importantes; que, como indicábamos líneas arriba, se haya desmontado nuestra precaria institucionalidad, ahuyentado al recurso humano que persiguió los tan mentados beneficios del modelo de crecimiento tecnocrático, entre otros temas.
Nada de lo anterior exime de responsabilidades concretas. Un presidente desconectado de la realidad, cada vez más solitario y ahogándose por un entorno de personajes minúsculos para la historia del país, pero al mismo tiempo decisivos dentro del anuario político, tales como Bruno Pacheco, Karelim López y Zamir Villaverde. Por su parte, un grupo de congresistas (encabezados por la presidenta del Parlamento) que nunca llegaron del todo a abandonar la narrativa del presunto fraude electoral, que promovieron en más de una ocasión y sin mayor respaldo fáctico mociones de vacancia contra el presidente, y que a pocas horas de la elección de una nueva mesa directiva se han organizado para, con el cuchillo entre los dientes y al grito de “vacancia ya”, saltar por el poder cuando se observe algún resquicio en el horizonte sin importar la magnitud del asunto a tratar. Esto es, el Gobierno y el Congreso avanzando en pos de sus incentivos bien particulares y plantándose de espaldas al grueso de la ciudadanía.
Tal como ha sido sugerido por algunos analistas, es factible que un mecanismo para superar el dilema de la manta corta sea tirar los dados y empezar de nuevo: adelanto de elecciones generales. Otro podría ser el de la Asamblea Constituyente, aunque es evidente que la correlación de fuerzas no juega a su favor. Lo cierto es que ambas opciones son una moneda al aire, y que las consecuencias inesperadas de su hipotético desenvolvimiento podrían esbozar un escenario cargado de mayor inestabilidad e incertidumbre que el actual. En cualquier caso, las (re)soluciones institucionales deberían comprender, insisto, la presencia inequívoca del Gobierno y el Parlamento, ya que el abordaje exclusivo de uno u otro poder correría el riesgo de ser parcial, incompleto y, sobre todo, ilegítimo.