Solemos prestar poca atención a los acontecimientos coyunturales que marcan un antes y un después en la vida de las sociedades. La historia muestra muchos de esos momentos, en los cuales determinadas decisiones o hechos puntuales terminaron convirtiéndose en auténticos puntos de quiebre que desencadenaron —para bien o para mal— rumbos imprevistos o inesperadas trayectorias históricas en el futuro.
A pesar de ello, una añeja y rígida división historiográfica entre estructura y coyuntura ha impedido considerar adecuadamente los nexos entre los cambios de sentido histórico de las sociedades y aquellos acontecimientos puntuales que muchas veces les abrieron paso. Se trata de hechos coyunturales, a veces contingentes, que en su momento no fueron concebidos con la trascendencia que iban a tener, pero una vez ocurridos terminaron generando nuevas condiciones y transformaciones de fondo. En ocasiones, tales acontecimientos llegaron a desatar el avispero impredecible de guerras, crisis económicas o políticas que, de otra forma, probablemente se hubiesen podido evitar. Pero ocurre que las decisiones y acciones políticas no son simples accidentes o casualidades, sino más bien hechos concretos situados en contextos específicos, que algunas veces acarrean consecuencias profundas, las cuales pueden terminan desencadenando nuevas situaciones históricas.
El golpe de Estado ocurrido el 5 de abril de 1992 en el Perú fue sin duda uno de esos hechos coyunturales de singular trascendencia. Se trató de un suceso que marcó significativamente nuestra historia contemporánea, pues impuso en el país una peculiar dictadura que se prolongó durante el resto de la década final del siglo XX. Dicho régimen dictatorial fue encabezado por Alberto Fujimori, pero se sostuvo mediante una alianza de poder entre las Fuerzas Armadas, una nueva tecnocracia liberal y los grupos empresariales directamente beneficiados por la aplicación de las reformas neoliberales. El rostro visible de dicha coalición fue el trío de hombres poderosos del régimen: el presidente Fujimori, su asesor Vladimiro Montesinos y el general Nicolás de Bari Hermoza Ríos.
El naciente fujimorismo en el poder, por sí solo, era incapaz de empujar un proceso de transformación estructural como el ocurrido en el Perú desde la aplicación del “fujishock” de agosto de 1990. Además, Fujimori había sido electo con un programa de gobierno completamente distinto al neoliberalismo a ultranza que finalmente aplicó. Sin embargo, una vez elegido decidió comprometerse con un plan militar/empresarial dirigido a instaurar un régimen de “mano dura” frente a la aguda crisis que sacudía por entonces al país. Así, el doble anhelo de derrotar a la subversión y frenar la crisis económica terminó entroncándose con un objetivo nefasto: la imposición de un régimen neoliberal autoritario. Perú pasó así a convertirse en el escenario de un nuevo tipo de régimen político, el cual ha sido denominado por el politólogo Steven Levitsky como “autoritarismo competitivo”.
Un antecedente clave del golpe del 5 de abril fue el fujishock neoliberal aplicado en agosto de 1990, apenas dos semanas luego de iniciado el gobierno de Fujimori; uno de los shocks económicos más extremos aplicados a escala mundial que allanó el camino a todo lo que vendría después: el cierre del Congreso merced al golpe del 5 de abril, la elección de un Congreso Constituyente a la medida de las necesidades del autoritarismo fujimorista, la aprobación de una nueva Constitución mediante un referéndum de dudosa transparencia y la vigencia de un tipo de gobierno que terminó convirtiéndose —como demostró el historiador Alfonso Quiroz en su libro Historia de la corrupción— en el más mafioso y corrupto de toda nuestra historia republicana.
El golpe del 5 de abril fue el dispositivo político que permitió a Fujimori y sus aliados entronizarse en el poder manipulando a su favor la popularidad derivada de la derrota de Sendero Luminoso y el shock neoliberal. Ambos hechos —la captura de Abimael Guzmán en septiembre de ese mismo año y el freno a la hiperinflación derivado del fujishock— brindaron además el paraguas que permitió implementar el nuevo modelo de acumulación y desarrollo neoliberal extremo que rige desde entonces en el país. Cabe recordar que su artífice fue Carlos Boloña, quien como ministro de Economía implementó centenares de decretos dirigidos a modificar el modo de organización y funcionamiento de la economía y el Estado. El éxito de la transformación que el propio Boloña describió en un libro posterior como un Cambio de rumbo fue el otro lado de la medalla del referido golpe.
El fujimorismo consiguió manipular eficazmente las cosas difundiendo la idea de que el régimen de mano dura neoliberal había conseguido la derrota de Sendero Luminoso. Pero en realidad lo ocurrido fue más bien lo contrario: el colapso de la subversión permitió legitimar al gobierno autoritario derivado del golpe. En cuanto a la popularidad de las reformas neoliberales, no fue algo completamente insólito. Era previsible que la ciudadanía estuviese dispuesta a tolerar una reforma extrema a pesar de que —entre otras cosas— multiplicó el número de pobres y pobres extremos en el país con tal de obtener una sensación de orden y efectividad de gobierno. Así, en Perú fueron quedando atrás varias décadas de primacía de un modelo de desarrollo basado en la centralidad del Estado, el cual resultó reemplazado por uno de corte neoliberal ortodoxo vigente hasta la actualidad.
El 5 de abril, hace treinta años, Fujimori anunció mediante un sorpresivo mensaje nocturno el cierre del Congreso, y presentó dicha acción como única salida ante el enfrentamiento entre Ejecutivo y Legislativo. Debido al descrédito del Congreso y otros actores (contra los cuales el propio Fujimori articuló un fuerte discurso antipolítico), el golpe no generó un amplio rechazo ciudadano. Solo después, debido a la presión internacional, el Gobierno se vio obligado a convocar a nuevas elecciones legislativas con el fin de aparentar una reconstrucción democrática. El Congreso Constituyente Democrático instalado después fue un instrumento más de la maquinaria autoritaria que terminó de reemplazar a la débil democracia peruana, recuperada en 1980 después de 12 años de dictadura militar.
Las sucesivas reelecciones presidenciales de 1995 y 2000 mostraron el respaldo popular que había logrado convocar el régimen fujimorista, pero también su entraña fraudulenta, así como la capacidad de reacción democrática de la sociedad peruana. Es que la primera reelección resultó incuestionable, pero no así la del año 2000, la cual desató más bien un amplio rechazo ciudadano en medio de la descomposición que ya corroía internamente a la dictadura. Cuando el régimen instaurado el 5 de abril de 1992 terminó de desmoronarse, con el acto final de la vergonzosa renuncia de Fujimori mediante un fax enviado desde Japón, la sociedad peruana era sustancialmente diferente.
Tres décadas después, los peruanos y peruanas todavía vivimos bajo las reglas de juego neoliberales que fueron impuestas mediante el denominado “autogolpe”. La sombra del 5 de abril sigue acompañando la vigencia de un orden social, económico y político que aún dista mucho de una democracia capaz de asegurar la promesa de prosperidad e igualdad que acompañó el nacimiento republicano del Perú hace doscientos años.