Mucho del periodo que va de la segunda vuelta de las elecciones generales del 2021 al inicio del gobierno de Pedro Castillo puede ser descrito como navegar en aguas desconocidas. Hemos visto la movilización de una derecha extrema o radical que no ha tenido problema alguno en hablar de fraude electoral después de conocerse los resultados de la segunda vuelta, pedir nuevas elecciones porque el resultado les parecía simplemente inaceptable e incitar la intervención de las Fuerzas Armadas para salvar al país de una inminente dictadura comunista.
Al mismo tiempo lo que parecía poco probable terminó sucediendo: el candidato de una organización política de izquierda radical, dura, dogmática y muy tradicional ganó las elecciones y el presidente del Bicentenario es un maestro de escuela rural que ha generado entusiasmo y expectativas, sobre todo, en las regiones y poblaciones que menos se han beneficiado del tan mentado modelo peruano de las últimas décadas.
La derecha más radical ha puesto en duda la legitimidad del gobierno recientemente elegido y públicamente ha manifestado un abierto desdén por el Estado de derecho y por la democracia. Y se prepara para una lucha sin cuartel contra un gobierno comunista. La derecha liberal también ha pasado a ser oposición de un gobierno de izquierda y ha perdido influencia sobre el manejo del Estado peruano. Es más, para una parte del país los principios que hasta hace poco organizaban la vida política, social y económica del país han sido puestos en cuestión. Para todos estos actores y fuerzas políticas el escenario en el que se estarán moviendo es extraño y nuevo. Tendrán que tomar decisiones sobre la marcha y a moverse en un país que debe parecerles haber sido invadido por los bárbaros.
Por su lado, la izquierda—en realidad, una parte de ella—ha pasado de confrontar y oponerse a un estado neoliberal a dirigirlo y a ponerse como meta su transformación comenzando por cambiar la actual constitución del país. El triunfo electoral de esta izquierda ha puesto en cuestión la también tan mentada hegemonía neoliberal que se había instalado en nuestro país. Y, por lo menos en el papel, los asuntos públicos podrían ser ahora abordados desde otras perspectivas.
Sin embargo, no todo es cambio, novedad o incertidumbre en el actual contexto político del país. Para comenzar, el giro a la izquierda en el Perú ha comenzado sin marcar una diferencia importante con la manera de cómo se ha venido manejando el gobierno y dirigiendo al Estado. El presidente Castillo y Perú Libre tienen todo el derecho de designar a las autoridades y funcionarios públicos que la ley les permite. No obstante, la cantidad de designaciones que han involucrado a personas con conflictos de intereses y problemas legales es tal que parece simplemente una continuación de lo visto en años y gobiernos anteriores. En este sentido, parece más un recambio de redes y grupos con intereses particulares que un intento por cuidar y defender los intereses públicos, de gobernar para las mayorías postergadas del país.
De igual modo, todo parece indicar que vamos directo a una repetición de lo que fue el periodo 2016-2021. Es decir, a un conflicto entre el poder Ejecutivo y Legislativo de tal magnitud que hará imposible llevar a cabo las reformas y las medidas que un país tan golpeado por una doble crisis—sanitaria y económica—necesita. Al mismo tiempo, lo que parecían ser excepciones—cierres de congreso y vacancias presidenciales—se han convertido en formas regulares y frecuentes de resolver conflictos y crisis políticas, y deshacerse de los rivales políticos. Es más, la lógica política de la derecha extrema y de un grupo dentro del gobierno—en principio, Cerrón y sus aliados—no parece ser otra sino la de la polarización y la agudización de los conflictos políticos porque es simplemente impensable el compromiso, la negociación, y la búsqueda de acuerdos mínimos.
Entonces, en este contexto, algo que parece no haber cambiado es la crisis y la disfuncionalidad del sistema político peruano. Paradójicamente, lo nuevo podría ser el regreso de alguna forma de autoritarismo que finalmente cierre el periodo más largo de continuidad democrática que ha experimentado nuestro país.