Todo se ha dicho sobre Castillo, pero lo dicho parece no tener concierto alguno, salvo por parte de sus opositores extremos de la derecha, para quienes el conjunto de sus decisiones converge en atribuirle un inalterado propósito de impulsar decisiones que por diversos caminos se encuentran para preparar un cambio o para lograrlo de una vez. Pocas veces existe tanta libertad para afirmar lo que se quiera. Castillo actúa recurriendo a sus aliados y contra sus aliados a la vez. Castillo no está preparado para el cargo. Castillo no entiende lo que pasa. Castillo puede aprender desde el gobierno. Castillo es imposible que lo haga por sus limitaciones. Castillo es torpe. Castillo es astuto; deja que cada partido, organización o tendencia se manifieste; los desgasta en el juego y prevalece al fin. Castillo contradice a propósito a ministros de su gabinete para preservar márgenes de autonomía que en esta etapa de afirmación requiere para perfilar su propia orientación, que ya definió, y gradúa sus pasos y a la vez hace pruebas de ensayo y error. Castillo va en contra de quienes designa por un improvisado manejo que varía en ocasiones día a día. Y para una de los intérpretes más destacados de nuestros acontecimientos políticos, y que por cierto se precia de serlo, Castillo no existe, no puede defraudar ni satisfacer, solo estar ahí. Castillo hasta puede ser un holograma.
Sabemos de ministros que llegaron al cargo sin otras razones que compromisos establecidos previamente, algunos hasta incursos en delitos o irregularidades durante gestiones anteriores o en su trayectoria privada. Pocos de ellos siguen; otros han sido obligados a renunciar. Con frecuencia provienen del partido del que fue candidato, Perú Libre, de los que vislumbramos a trazos gruesos sus características, pero sobre los que tenemos conocimientos escasos. Tal es al menos la situación de quien escribe este artículo acerca de la organización interna de Perú Libre, la formación adquirida por sus militantes (si la tienen; algunos —no sabemos cuántos— quizás la consiguieron por medio de manuales de divulgación de supuesta inspiración marxista), los alcances de sus convicciones, la fidelidad a sus creencias y el enrevesado juego de sus intereses particulares. Otro sector de quienes siguen al presidente tienen acuerdos circunstanciales y objetivos, separados de aquellos con quienes comparte cargos de representación como los del Fenate Sutep, donde el presidente parece moverse en el terreno que le es propio. Y más allá de este primer plano, surgen informaciones dispersas sobre el peso de sus entornos regionales (o ni siquiera eso; solo su comunidad cercana). Poco podemos conjeturar sobre alianzas esbozadas que nunca parecen alcanzar una afirmación definitiva.
Algo podemos decir, sin embargo, de expresiones que de modo singular continúan rasgos de nuestra historia política, como la recurrencia a prácticas corporativas, solo que esta vez por medio de actores tan diferentes a los tradicionales que cuesta reconocer que estamos ante el mismo concepto. Ya no son, por ahora al menos, los grandes empresarios en minería, agroindustira, comercio y finanzas, sino grupos organizados de maestros, transportistas y probablemente cocaleros. Así, en la búsqueda de una posición privilegiada para llegar al Ejecutivo, se anteponen negociaciones con algunos atisbos de institucionalización. En este proceso, pueden advertirse retrocesos que se exponen sin demasiados esfuerzos de que pasen inadvertidos, como los intentos de reorganización del transporte y de reforma de la educación, así como un empadronamiento de los cocaleros que acaso les confiera un reconocimiento que trascienda el marco legal, lo que en algunos casos afecta el derecho de las comunidades originarias.
Sin embargo, si ya queremos entrar en lo cumplido a cien días de gobierno, como ocurre con todas las gestiones, lo primero es hacer checks en azul y rojo sobre lo cumplido, lo que toma largas horas de ejercicio periodístico con un singular empecinamiento por los detalles, para que nada se escape. No obstante, es esta una distorsionada práctica desde el inicio, ya que en los discursos de asunción de mando es muy improbable que se pueda escapar a la tentación de prometer transformaciones de fondo ya desde el comienzo.
En cuanto a la economía, los organismos internacionales, el BCR y el MEF han abierto un campo de discusión en medio del cual se estima un crecimiento hasta octubre del orden del 11%. Asimismo, se puede señalar como equivocado —pero no incoherente con lo propuesto en su programa— el aumento de la inversión pública si se desconfía de las capacidades del Estado. Por su parte, los principales medios de comunicación confunden los dos planos. Así, en el inicio de la llamada segunda reforma agraria, ya se van definiendo programas de extensión rural y descentralización. Se sabía también que iba a cambiar la política del gas (puede otra vez mostrarse oposición ante esta iniciativa, pero no estupor).
No tenemos espacio y tampoco conocimientos para definir lo que está sucediendo tema por tema; no puede, sin embargo, dejar de llamar la atención lo que está ocurriendo con la discusión sobre las reformas impositivas Como señala Germán Alarco, la presión tributaria en el Perú es del 16,6 %, la de América Latina es en promedio del 22, 9% y de 33,9 % entre los integrantes de la OCDE; todo lo cual justifica la aplicación de impuestos a las sobreganancias en la minería, a la venta de inmuebles o los alquileres por encima de un determinado monto y a los sueldos a partir de cierta cantidad, lo que afectaría al 0,5% de la población —y no por cierto a las clases medias.
Lo singular de la oposición a estas medidas es que recurre menos a argumentos neoliberales acerca de que esta política impositiva pueda afectar el crecimiento económico que a la dilapidación del dinero por la falta de capacidad de ejecución del Estado, que —de tomar tales medidas— lo destinaría a gastos corrientes más que a la inversión pública (a la que esta vez se defiende, pero por lo general se desconfía de ella). Por su parte, las élites económicas no se imaginan otra orientación, como si el país debiera ceder —otra vez— a un sino fatal.
Sea quien fuere Castillo, ya vimos cómo sobrevuelan las interpretaciones sobre su personalidad. Corriendo el riesgo de equivocarme —y mucho—, me parece que el presidente debe definir su acercamiento a los grupos que siente leales, concediendo en parte, pero haciéndoles sentir los costos que enfrentarán si lo asedian. Puede también avanzar con prudencia en su alianza con otros grupos de izquierda y con gobiernos y movimientos regionales para contrarrestar la oposición de quienes se sienten postergados, así como trazar una cuidadosa línea de flotación dirigida hacia el centro mediante el establecimiento de acuerdos en algunos puntos y distanciándose en otros, pero haciendo entender que serán mayores los costos de un alejamiento extremo que de ocasionales disidencias. No es sencillo. El fracaso en ese propósito es la imposición de una derecha ultraconservadora, intolerante, con frecuencia racista y convencida de su superioridad —y no solo en la política—. Son dilemas actuales de Europa, América Latina y, por cierto, del Perú también.