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[CRÍTICA Y DEBATES] «Comunidades aymaras, soldados y Estado: nueva tragedia en Ilave», por Ramón Pajuelo

El 26 de abril de 2004, Cirilo Robles Callomamani, alcalde de la provincia puneña de El Collao, cuya capital es la ciudad de Ilave, fue asesinado tras varias semanas de duración de un conflicto entre las comunidades aymaras de la zona y la municipalidad local. Las comunidades se habían movilizado debido a las sospechas de corrupción edil, y exigieron además que el burgomaestre cumpliera sus promesas electorales. Miles de comuneros encabezados por sus tenientes gobernadores, una autoridad étnica muy respetada nombrada anualmente por las propias comunidades, tomaron entonces la ciudad de Ilave y sacudieron por completo la normalidad de la hegemonía urbana. Echando mano del viejo sistema de turnos, mantuvieron resguardada la municipalidad en espera de la intervención de las autoridades de Puno y Lima. Ante la inacción de las altas autoridades estatales, el alcalde, que se hallaba fugado, cometió el error de retornar para evitar su vacancia, y halló una muerte atroz en manos de una turba enardecida.

Su cuerpo fue paseado por las calles de la ciudad y luego terminó arrojado a las afueras de la ciudad, junto al río, como forma de escarmiento por incumplir la reconstrucción del llamado “puente viejo” y debido a los problemas que rodearon el funcionamiento del camal municipal. Ese mismo escenario acaba de convertirse en la tumba de seis soldados del Ejército Peruano, quienes perdieron la vida de forma absurda, cumpliendo la orden de cruzar temerariamente las heladas aguas del río Ilave cargando consigo todos sus pertrechos militares. Nuevamente un conflicto entre las comunidades movilizadas y el Estado ha terminado en una tragedia que no solo enluta al país, sino que muestra los abismos persistentes que aún nos constituyen como sociedad.

Aunque el conflicto que acabó con la muerte del alcalde en 2004 fue básicamente local, ocurrió en un contexto marcado por los impulsos hacia la descentralización y modernización de la gestión de las municipalidades en todo el país. Parte de ese drama fue la fiebre de creación de centros poblados menores como estrategia de las comunidades para arrancarle recursos a sus municipalidades y en general al Estado, imponiendo de hecho un ordenamiento territorial basado en las aspiraciones rurales de progreso y desarrollo. En Ilave dicha demanda, que estuvo entre los motivos desencadenantes de la movilización de las comunidades, mostró la enorme distancia entre el funcionamiento del Estado y la realidad sumamente compleja de la sociedad local. Uno de los ingredientes de esa distancia y complejidad es una textura étnica del poder y la organización social local, que no acaba de empalmar con un diseño de Estado centralista que, en la práctica, resulta ciego y sordo ante los anhelos más profundos de la población comunera indígena. De forma teóricamente supeditada al Estado, pero sin responder completamente a sus dictados, subsiste un tipo de soberanía étnica aymara que se refleja en la ascendencia de los tenientes gobernadores, cuya autoridad continúa siendo la más importante en las comunidades.

Por eso, luego de la muerte del alcalde, en Ilave ocurrió un suceso inédito: durante seis meses no hubo poder municipal, pero el orden se mantuvo debido a la legitimidad de los tenientes gobernadores, quienes controlaron la autoridad local en medio de un fuerte enfrentamiento con el Estado. Entonces quedó planteado un problema que resulta clave: la absoluta incomprensión estatal de las demandas de progreso y modernidad que, desde la lógica de la mayoritaria población aymara, implican el acceso a igualdad plena como ciudadanos peruanos, pero sin seguir renunciando a su cultura e identidad. Este desfase viene incentivando nuevas formas de identificación y pertenencia, que pueden ser descritas como una etnogénesis (es decir, una reproducción de la identidad étnica) sumamente peculiar. Porque no se trata de un atrincheramiento en la identidad indígena supuestamente tradicional, sino más bien de una reafirmación sumamente dinámica y “moderna” de la condición aymara, desde la cual se plantea redefinir la propia peruanidad. Al respecto, cabe destacar que el conjunto de la región Puno es, desde hace décadas, escenario de un intenso y explosivo crecimiento, que incluye nuevas formas de ascenso social, movilidad territorial, expansión del mercado y acceso educativo, así como el ascenso de actividades productivas y comerciales de tipo legal e ilegal. Es el Estado, y su funcionamiento en gran medida ajeno y distante, el que sigue hallándose a la zaga de este empuje tan característico de los aymaras y puneños en general.

Otro momento de crisis especialmente aleccionador es el que ocurrió en 2011, cuando buena parte de la población aymara se movilizó en defensa de sus recursos naturales amenazados por actividades como la minería. Pronto ello desembocó en una demanda más amplia de respeto e igualdad por parte del Estado. La toma de la ciudad de Puno, así como la movilización de un grupo de tenientes gobernadores hasta Lima, secundando a quien surgió entonces como líder de las demandas (Walter Aduviri), volvió a mostrar el abismo creciente entre sociedad regional y Estado nacional. El resultado fue el enorme movimiento de protesta social protagonizado por las comunidades aymaras que fuera bautizado como el “aymarazo”.

Dicho desfase ha reemergido con especial intensidad durante los últimos meses, en el contexto de la grave crisis política en que se halla sumido el conjunto del país. Los seis jóvenes soldados muertos por la negligente orden de sus superiores, así como los otros ciudadanos puneños asesinados por la represión estatal debido a los enfrentamientos ocurridos en la región de Puno, evidencian la torpeza y sinrazón autoritaria de un régimen marcadamente ilegítimo, pero también ensimismado en su objetivo de imponerse por la fuerza.

El establecimiento de una autoridad militar bajo la declaratoria del Estado de emergencia ha sido una medida completamente contraproducente en Puno. Como en los peores momentos de la violencia política ocurrida en las décadas de 1980 y 1990, la suplantación del poder civil por las botas militares ha acarreado un deterioro acelerado de las posibilidades de acercamiento entre Estado y sociedad local. Más aún en la zona aymara de fuerte presencia comunera e indígena, donde la crisis de legitimidad política del régimen actual ha sacado nuevamente a flote la soberanía y autoridad colectiva de dichas comunidades rurales. En el contexto de una fuerte crisis de representación, y en ausencia de organizaciones y liderazgos capaces de expresar demandas e intereses, las propias comunidades han pasado a asumir el rol de plataformas de movilización y protesta. Esto ha conducido a una situación de conflicto directo entre la fuerza bruta del Estado, representada por policías y militares, y el débil tejido social local, representado por la población de las comunidades movilizadas. Escenas registradas en diversas localidades, donde la población ha salido a rechazar directamente la presencia de las fuerzas del orden, señala dicha situación crítica y sumamente grave.

La tragedia anunciada pudo ocurrir antes en Desaguadero, Yunguyo, Zepita, Pizacoma, Laraqueri o cualquier otra localidad donde militares y policías han sido rechazados o expulsados por los comuneros y comuneras. Pero volvió a ocurrir en Ilave, y justamente con los agentes más débiles del Estado como sus víctimas: los soldados reclutados para el servicio militar, en su mayoría jóvenes provenientes de las propias comunidades rurales. Entre las comunidades aymaras peruanas existe un amplio orgullo por el hecho de no haber permitido el ingreso de Sendero Luminoso a sus territorios. Esto se vincula al respeto y casi devoción que en muchas comunidades se mantiene respecto a las instituciones militares, especialmente el Ejército. Cumplir un tiempo de vida en alguno de los cuarteles es una experiencia altamente valorada. El significado social y cultural del servicio militar entre las comunidades desborda largamente las directrices y normas legales estatales. Se trata de un rito de pasaje que habilita a muchos jóvenes como adultos, y por tanto los convierte en sujetos plenos de sus comunidades, con las obligaciones y derechos respectivos. Esto a pesar de que los soldados en servicio militar continúan siendo objeto de maltratos físicos y discriminación derivada de su origen étnico y rural por parte de sus propios superiores a cargo.

Cuando ocurrió la tragedia de Ilave de 2004, pude realizar una amplia investigación etnográfica que fue base de algunas publicaciones[1]. Ahora no me es posible ensayar un acercamiento similar, pero gracias al trabajo de periodistas como Liubomir Fernández, quien viene realizando una cobertura de primer nivel sobre los sucesos de la protesta social en Puno, y por la difusión de otros materiales disponibles en redes, es posible suplir en parte la carencia de información. Así, queda claro que el contexto de lo ocurrido en Juli e Ilave corresponde a una respuesta lógica colectiva de las comunidades: a causa de los maltratos de las fuerzas del orden sufridos en Lima por los manifestantes enviados a protestar hasta la capital, decidieron reaccionar desconociendo a policías y militares en sus territorios. Ahora es mucho más fácil que antes comunicarse y tomar decisiones intercomunales, basadas en formas de solidaridad arraigadas y en la autoridad legítima de los tenientes gobernadores, quienes mantienen una eficaz organización en sectores territoriales.

El sábado 4 de marzo, en Juli, la protesta de la población debido a la represión estatal registrada en Lima acabó con un fuerte enfrentamiento con los militares acantonados en dicha localidad y otros que se hallaban movilizándose. La represión militar fue apoyada con el bombardeo de gases lacrimógenos desde un helicóptero, en una escena que se asemeja más bien a una ocupación de territorio enemigo en tiempos de guerra. El saldo de la violencia fue de casi veinte heridos (entre comuneros y militares). Al final del día, la población enardecida, con el apoyo de otras comunidades movilizadas, atacó algunas instalaciones del Estado y quemó completamente el local de la comisaría.

El domingo 5, lo ocurrido en Juli ya había desencadenado una reafirmación de la decisión intercomunal de rechazo explícito a la presencia militar. De allí que el grupo de soldados movilizado hacia Juli fuera obligado a regresar a su cuartel, con la desacertada orden de tener que cruzar el río. Con el llamado “puente internacional” tomado por la población, y estando en medio de un día de feria, cuando la ciudad de Ilave normalmente recibe a muchos campesinos del entorno rural, los soldados debieron acatar la peor decisión superior y en el peor punto de la corriente del río.

La muerte de los soldados expuestos a cuadros de hipotermia y ahogamiento representa el fracaso de la estrategia de control militar de la protesta social que el Gobierno ha echado a andar en Puno. Ojalá sea una lección suficiente para dejar atrás la mano dura y pasar al reconocimiento de la legitimidad de las protestas y las demandas políticas de la población. En caso contrario, la honda distancia ya existente entre las comunidades aymaras y el Estado (más bien el gobierno de Boluarte) podría ahondarse todavía más, con la posibilidad de mayores tragedias que lamentar.

Dina Boluarte y Alberto Otárola son las piezas circunstanciales de una coalición autoritaria que pretende, ilusamente, recuperar a cualquier costo el control del rumbo neoliberal que supuestamente llevaría al Perú a convertirse en una nación del primer mundo. Más temprano que tarde, ambos deberán rendir cuentas por sus responsabilidades en el uso del poder, incluyendo la ejecución de crímenes de Estado que han convertido al Perú en una vergüenza internacional de acuerdo a estándares humanitarios básicos como el del respeto irrestricto a la vida de las personas. Es necesario resaltar que el desempeño del actual Gobierno peruano solo resulta equiparable al de otros regímenes autoritarios detestables, como el de Myanmar o, más cercanamente, Nicaragua. En ambos casos la represión estatal fue utilizada impunemente, con un saldo indeterminado de muertos, heridos y violaciones a los derechos humanos, como forma de aplastar la protesta social e imponer un rumbo autoritario. Frente a dicho escenario, la acción de las comunidades y otros sectores sociales movilizados de Puno, en búsqueda de restituir un poder legítimo en el país, es también una auténtica lección de dignidad colectiva y ciudadana.

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[1] Véase especialmente el libro No hay ley para nosotros. Gobierno local, sociedad y conflicto en el altiplano: el caso Ilave. Lima, IEP y SER, 2009. Se puede descargar gratuitamente en el repositorio virtual del IEP: <https://repositorio.iep.org.pe/handle/IEP/589>.