Propongo incorporar a nuestro análisis de la crisis de la democracia y las protestas del sur peruano las siguientes dos cuestiones: por un lado, el modo particular de nuestro crecimiento económico en las últimas dos décadas y, de otro lado, las transformaciones de la sociedad rural como consecuencia de dicho crecimiento. Empecemos por la primera. El Perú ha experimentado un espectacular ciclo de prosperidad económica que en su mejor momento bordeó el 9% del PBI. El problema es que este crecimiento se produjo con el 75% de la población económicamente activa (PEA) en el universo de la economía informal. Más aún, en ciertas regiones y provincias del país las actividades económicas que estructuran la vida social de la población están vinculadas a la minería ilegal, al contrabando y al narcotráfico. Podemos llamar a esto “desborde de crecimiento”, para utilizar la metáfora de Matos Mar referida al mundo popular.
El problema evidente de este tipo de crecimiento es que las empresas informales constituyen un entorno que se caracteriza por la negación de los derechos laborales (es decir, de la condición ciudadana de los trabajadores) y por la transgresión de las normas (por ejemplo, de tributación); en esto último debemos añadir el contrabando. Por su parte, el mundo de la minería ilegal y del narcotráfico no solo involucra a miles de familias peruanas con actividades ilícitas, sino que incentivan y se vinculan con diversas prácticas ilegales, como la trata de personas. Y, no obstante, de estas actividades emergen conductas y prácticas sociales que definen a sectores importantes de la población. Emergen también capas de “empresarios” que acumulan capital y propiedades, a quienes suele exaltarse como “hombres de éxito”, convertidos en referentes o modelos sociales.
Como resultado, tenemos que buena parte de la población peruana experimenta en su vida cotidiana dos dimensiones conflictivas; por un lado, el trabajo informal, las actividades ilícitas y una cultura que exalta la transgresión; y, de otro lado, su relación con las instituciones estatales, como la escuela y el municipio, y el ejercicio de la ciudadanía cuando asiste a los centros de votación y coloca su cédula en las ánforas de la ONPE. Evidentemente, la democracia —o más precisamente una “cultura democrática”— colisiona con una sociedad organizada en torno a las actividades económicas que estamos aludiendo. Es decir, además de los problemas institucionales y de diseño del funcionamiento de los partidos políticos, hay una serie de vínculos y vasos comunicantes entre la esfera política y la economía y la sociedad que requieren investigarse en tanto constituyen problemas de fondo o estructurales.
Vayamos al segundo punto. Otra cara, si quiere positiva, del crecimiento económico es la dinamización de las economías rurales. Aunque en menor medida que la pobreza urbana, la rural ha caído y el consumo se ha incrementado. Gracias a las transferencias del Estado, del crecimiento del empleo público, del canon y los programas sociales, del desarrollo de obras de infraestructura, entre otros factores, la circulación de una masa monetaria ha incentivado el emprendimiento de pequeños y medianos negocios que van desde el transporte, los hospedajes y el comercio local hasta los servicios de entretenimiento y restaurantes, entre otros. Así, la dinamización de las economías rurales ha intensificado los flujos de intercambio entre lo urbano y lo rural, casi deshaciendo sus fronteras.
A lo anterior debemos añadir las innovaciones que está experimentando la agricultura familiar gracias a la implementación de microproyectos de desarrollo (engorde de cerdos, crianza de cuyes, producción y envasamiento de miel, entre toros) que, por un lado, diversifican la producción campesina y, del otro, la vinculan estrechamente a los mercados urbanos. No es difícil imaginar que esto también ha impactado en las comunidades quechuas y aymaras que tienen ya una tradición en la formación de empresas comunales de transporte y hospedaje. Es decir, estamos ante lo que los especialistas denominan “nueva ruralidad”, expresión que enfatiza las transformaciones del mundo rural y de la economía campesina tradicional, anteriormente orientada al autoconsumo.
No obstante, esta dinamización de las economías rurales ocurre sobre y se entreteje con pretéritos desequilibrios sociales entre lo urbano y lo rural, la costa y la sierra, la población indígena y la mestiza. Son patentes, por ejemplo, las brechas en el servicio de agua potable entre lo rural y lo urbano, o las brechas en la calidad de la educación. Es decir, hay un desfase entre el crecimiento del ingreso familiar rural y el acceso a los servicios públicos, entre la sensación de que se mejora por la iniciativa individual y la percepción de postergación estatal. Es probable que la dinamización de la sociedad rural agudice la percepción de las desigualdades, las exclusiones y la discriminación. En una encuesta realizada por el IEP en 2018 en Lima, Piura, Ayacucho e Iquitos, el 60,8% de los encuestados respondió que percibía que su condición material había mejorado comparada a la situación de sus abuelos, pero al mismo tiempo el 70,9% no se sentía representado por el Gobierno nacional.[1] Buena parte de la población considera que su situación ha mejorado gracias al esfuerzo familiar, pero al margen del Estado y, a veces, contra él.
Este es el escenario en el que estalla la crisis derivada del fallido de golpe de Estado de Pedro Castillo. La sociedad rural que se manifiesta contra el gobierno de Dina Boluarte y sus demandas por nuevas elecciones ya no es la que conocimos en el siglo XX. Estamos ante sectores con mayor capacidad de movilizar recursos y mayor capital educativo y cultural, mejor vinculados al mercado y lo urbano, que demandan una nueva representación política. Son sectores que rechazan la presidencia de Boluarte y el pacto con el Congreso, cuyas movilizaciones se entroncan con una tradición de protestas regionales y con un discurso anticentralista que enfatiza los persistentes desequilibrios regionales que afectan a su vida cotidiana. Si se quiere, la demanda activa del sur peruano expresa en el terreno de la política las transformaciones económicas y sociales que el Perú rural ha experimentado en los últimos veinte años, en un horizonte histórico social de persistentes fracturas sociales y culturales.
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[1] Jorge Aragón et ál. (2018). Las promesas de la república peruana: doscientos años después. Lima: FAO, IEP.