Lee la columna de Francesca Uccelli, investigadora principal del IEP, escrita para el blog de opinión Crítica y Debates.
Luego de seis largas semanas de incertidumbre y confrontación, el Jurado Nacional de Elecciones proclamó a Pedro Castillo como presidente del Perú para el periodo 2021-2026. Sin embargo, el proceso nos deja exhaustos, divididos y con una enorme frustración porque pese a la gravísima crisis de salud y económica en la que se encuentra el país, no ha habido intento de consensuar un proyecto verdaderamente democrático que abogue por el bien común. Lo que ha primado en esta contienda electoral –sobre todo desde el centro del poder en Lima– ha sido la confrontación azuzada por el miedo.
¿Por qué no hemos sido capaces de resolver las diferencias y unirnos para atender la precariedad y vulnerabilidad en la que se encuentran millones de compatriotas en este momento histórico de la pandemia? ¿Qué dice lo vivido en las últimas semanas de nuestra forma de pensar, actuar y organizarnos para convivir y proyectarnos como sociedad?
Es aquí donde nuestra condición de sociedad posconflicto emerge como ineludible en el análisis. La violencia vivida durante las décadas del 80 y 90 afectó a miles de personas y a sus trayectorias de vida, a las familias, los barrios, las comunidades y a la sociedad en general. Así como la pandemia viene afectando a la sociedad en su conjunto y tendremos enormes secuelas que seguir atendiendo cuando esta acabe, la sociedad posconflicto alude a los efectos de la violencia que perviven a través de los años, incluso en las generaciones que no la vivieron directamente.
En esta campaña electoral hemos visto que este pasado sigue estando muy presente. La estrategia del terruqueo se vio desde la primera vuelta, y no hizo más que agudizarse durante la segunda, con dos agrupaciones políticas cuyos miembros nos recordaban ese pasado.
El terruqueo es una antigua estrategia difamatoria que ha sido usada en épocas electorales por grupos conservadores de derecha para descalificar al oponente que propone algun cambio frente al status quo. Sin embargo, desde los 90s el terruqueo ha adquirido otra dimensión, porque usa y abusa de las memorias del pasado violento para criminalizar y silenciar, incluso fuera de contextos electorales.
En los últimos años se terruquea a los docentes que piden aumento de sueldo, a las enfermeras que reclaman mejores condiciones de trabajo, a los jóvenes que cuestionan una ley que reduce sus derechos, a quienes defienden el legítimo derecho a consumir agua limpia frente a relaves mineros o de petroleo, y en general, se terruquea a quienes reclaman un cambio. En ese sentido, se descalifican personas o grupos para evitar discutir sus ideas, propuestas y demandas que pueden ser válidas.
¿Qué paso con el diálogo, con la discusión de ideas y la argumentación sobre la base de hechos? ¿Es el miedo de lo vivido durante los años 80 y 90 la causa de esta cultura política intolerante y autoritaria?
El terruqueo no es una estrategia inocua basada en el miedo, sino una estrategia política que usa el miedo para manipular la información en favor de intereses de una derecha conservadora. Lo que ha sido diferente en esta última campaña es que individuos y grupos se han sumado a esta estrategia y han difundido y producido su “propio terruqueo” a través de las redes sociales, en un fenómeno que ha generado una realidad paralela desprovista de toda evidencia, donde comunismo y terrorismo son usados como sinónimos. Ejemplos que llegan casi al absurdo es el anuncio de un hotel canino de “no recibir perros de familias comunistas” o los collage de fotos que circulan en redes con el título de “no al comunismo” donde aparecen políticos, funcionarios, expresidentes, abogados, periodistas, artistas y otros profesionales de diversas trayectorias, al lado de Abimael Guzman, líder de sendero luminoso y sentenciado a cadena perpetua por terrorismo.
Por si fuera poco, al terruqueo se le han sumado incitaciones a la violencia. Si algo debimos comprender a partir de lo vivido durante los 80 y 90 es que la violencia no deber ser un medio legítimo para defender ningún ideal, por más altruista que lo consideremos. Por tanto, resulta inverosímil que un excandidato a la presidencia diga públicamente que desea la muerte de otro: “muerte al comunismo, muerte a Cerrón, muerte a Castillo”; que otro diga que su rechazo al comunismo le da derecho a desconocer el resultado electoral; y que periodistas o ministros de Estado sean agredidos mientras cumplen con su trabajo. Estos son algunos ejemplos de expresiones de violencia en este contexto electoral pero no los únicos. Las redes están plagadas de mensajes, posts, memes en clave de “humor” que reproducen la violencia a través del racismo, el machismo y el clasismo, con el mismo objetivo de desacreditar a quien piensa diferente; y no hay indicios de que este alterado estado de crispación se vaya a resolver con la proclamación del nuevo presidente.
Esta campaña electoral ha mostrado que tan importante como atender la salud y la economía del país, es atender los rasgos antidemocráticos de nuestra cultura política. Queda claro que como sociedad tenemos que revisar nuestro pasado, pero no para manipularlo, sino para aprender y reflexionar a partir de lo vivido y para encontrar modos más amables de relacionarnos. En ese sentido, una política nacional de memoria y convivencia democrática se hace indispensable en el país.