Una de los rasgos sobresalientes de las presentes manifestaciones contra el régimen de Dina Boluarte es el protagonismo de lo étnico y lo regional en la política. No se trata de un fenómeno nuevo. Lo étnico y lo regional son factores recurrentes en la historia de los movimientos sociales en el Perú del siglo XX y del XXI. Lo novedoso es la proyección nacional que están alcanzando las protestas originadas en al sur peruano, particularmente en Puno, Cusco, Ayacucho, Arequipa y Apurímac, y que tiene como componente fundamental la movilización de las comunidades indígenas quechuas y aymaras.
Todavía es temprano para señalar que las provincias del sur peruano marcaron un nuevo ciclo en las movilizaciones políticas del país. Es probable que el peso del sur disminuya conforme cristalicen estas protestas en una movilización nacional (donde las ciudades se convierten en los polos de las protestas ciudadanas), más heterogénea y con capacidad de imponer un nuevo cronograma electoral. Y, sin embargo, tendremos que admitir que la protesta del sur se transformó a una movilización nacional.
Y esto último sí constituye un dato novedoso. La historia de las movilizaciones regionales es la historia de la política regional. Las expresiones “arequipazo” o “moqueguazo”, para referirme a las más recientes, nos hablan del cerco regional que caracterizó a las protestas de las provincias; las jornadas de protesta de noviembre de 2020 pueden denominarse sin problema como un “Limazo”. Las escisiones regionales son una constante en la historia política del país. De manera que este largo ciclo de protestas ciudadanas iniciadas en el sur está expresando, al menos en el terreno de la política, una cierta vertebración nacional.
Lo que ocurre en las provincias empieza a trasmitirse al resto de regiones, el sacudón político ya no se detiene en la esfera local o regional. Es cierto que miles han tenido que dejar sus provincias para llevar la protesta y su indigeneidad a Lima y la costa, pero finalmente esta ha prendido en la capital y no se detiene. Al redactar estas líneas ocurría la primera muerte de un manifestante en Lima, Víctor Santisteban Yacsavilca, como consecuencia de un impacto de proyectil en la cabeza. La estela de muerte (más de cincuenta en todo el país) ha llegado a la capital y no hay salida política a la vista.
Un segundo dato novedoso de estas manifestaciones es su eminente carácter político y ciudadano. Las grandes movilizaciones campesinas del siglo XX reivindicaron la tierra, el acceso a la educación y a la construcción de carreteras. Abrieron un escenario a favor de la reforma agraria y a la ampliación de los servicios del Estado, presionando para que este adquiriera un carácter nacional. Por su parte, las movilizaciones regionales del siglo XXI han estado centradas en la defensa de los territorios comunales frente a los estragos ambientales de las grandes empresas mineras que vierten relaves en los ríos y destruyen cuencas hídricas.
En cambio, las actuales jornadas de protestas tienen un origen y propósito distintos. Se iniciaron con la crisis provocada por el intento de golpe de Estado de Castillo, la vacancia de este y el ungimiento de Boluarte a la presidencia. Luego, como respuesta al gabinete conformado por Boluarte, su intención de quedarse hasta el 2026 y la permanencia del Congreso estallaron protestas en Puno, Cusco, Ayacucho, Arequipa y Apurímac. Si bien en un comienzo se demandó la reposición de Castillo, conforme el proceso de movilizaciones se incrementó y complejizó las demandas se decantaron por la renuncia de Boluarte y la convocatoria a unas nuevas elecciones. Es decir, se trata de una demanda de representación lo que está en el centro de las protestas. Como han señalado varios analistas, Boluarte es percibida como el rostro de una coalición que tiene como componentes a los sectores de la derecha conservadora y a un Congreso que en la práctica es su único soporte.
Esta es la cuestión de fondo: la demanda de sectores provincianos rurales e indígenas por nuevas elecciones y la respuesta represiva, cargada de un discurso racista y discriminador, por parte de las autoridades gubernamentales, discurso que menoscaba la condición de ciudadanos de quienes protestan. Por supuesto, las movilizaciones tienen sus zonas grises. Esto no es algo particular de las jornadas de protestas peruanas. Pero la población de las comunidades indígenas en Lima, su conexión con los sectores populares y medios de la capital y su proyección nacional puede estar marcando el tránsito a un período de una democracia con indios, con sectores rurales presentes y protagónicos en la política y en la construcción de la democracia peruana.