El centralismo peruano es un fenómeno del siglo XX, pero empezó a configurarse en la segunda mitad del siglo XIX, paradójicamente, en el contexto del crecimiento económico de la era del guano. Antes del boom guanero, las prefecturas departamentales, herederas de las intendencias coloniales, eran organismos poderosos, tanto por la debilidad del Gobierno central como porque los cargos de prefectos recayeron en militares. Prefectos fueron, por ejemplo, Agustín Gamarra y Ramón Castilla.
En buena parte, el poder de las prefecturas derivaba de la recaudación del tributo indígena, rubro que representaba un tercio del presupuesto nacional. Con estos fondos, los prefectos financiaban a sus burocracias locales y realizaban gastos militares y algunas obras públicas. En el camino hacia el poder, un caudillo militar con sentido práctico, como lo fue Gamarra, se hacía prefecto y construía desde ahí su base político-militar.
Arequipa y Cusco fueron prefecturas que contrapesaron el poder de Lima. Las numerosas revoluciones militares que depusieron a los presidentes radicados en la capital provenían de Arequipa. Esta región fue durante el periodo colonial el eje de un incesante circuito mercantil que vinculaba el sur andino con las minas de Potosí. Comerciantes, empresarios y hacendados conformaron así una élite importante en la ciudad.
Esta situación, que algunos estudiosos denominaron “descentralización de facto”, comenzó a cambiar como consecuencia de la bonanza guanera. De pronto, el Estado vio quintuplicar su presupuesto y se prescindió del tributo indígena, que tuvo como consecuencia el empobrecimiento fiscal de las provincias. Las prefecturas pasaron a depender de las remesas enviadas de la capital y la figura del prefecto entró en declive. En Lima, emergió una élite mercantil que fundó el Partido Civil, y en 1872 desplazó del poder a los caudillos militares.
A esta centralización político-fiscal se sumó la centralización económica y demográfica en las primeras décadas del siglo XX. Los puertos, las carreteras (en particular la Panamericana) y las migraciones consolidaron la centralización del país y confirieron un enorme peso político-económico a Lima y las ciudades de la costa. La capital se convirtió entonces en un polo de atracción para las élites intelectuales provincianas que, como Luis E. Valcárcel, tuvieron que trasladarse a la capital para constituirse como figuras nacionales.
No es casual, entonces, que el primer movimiento descentralista naciera durante las elecciones de 1931. El Partido Descentralista (PD), surgido como una suerte de partido alternativo al reformismo aprista y a los partidos oligárquicos, llevó al Congreso a un grupo de notables de provincias, aunque su figura más importante fue el puneño Emilio Romero, autor precisamente del libro El descentralismo (1937).[1] El PD quiso abanderar el discurso intelectual descentralista que emergió en las dos primeras décadas del siglo XX, pero este discurso estaba presente en todos los partidos políticos. Los intelectuales que reflexionaron sobre el centralismo peruano provenían de todas las corrientes, desde Mariátegui hasta Víctor Andrés Belaunde.
Pero tengamos cuidado. No se trata de un pensamiento solo de intelectuales. Existe un imaginario provinciano anticentralista —e incluso antilimeño— bastante arraigado en el Perú, algo que puede ilustrarse en el estupendo libro de José Luis Rénique Los sueños de la sierra: Cusco en el siglo XX (1991). En sus páginas, las elites intelectuales cusqueñas aparecen interpretando y movilizando a su sociedad en el afán de recuperar el protagonismo social y político que tuvo el Cusco en épocas pasadas. Por lo demás, este imaginario anticentralista ha dado lugar a una densa bibliografía sobre la historia regional y provinciana en el siglo XX.
El Partido Descentralista naufragó en medio de la polarización política que abrió el enfrentamiento entre el APRA y Luis M. Sánchez Cerro. Aunque algunos intentos se hicieron para compensar los desequilibrios regionales durante el gobierno de Manuel Prado (1939-1945) con las Corporaciones Departamentales de Desarrollo, estos organismos estaban bien sujetos al Gobierno central. Poco después se crearon las Juntas Departamentales de Obras Públicas, que actuaron en casos de un terremoto o para obras específicas demandadas por una provincia.[2] Sin embargo, ni las corporaciones ni las juntas departamentales formaban parte de un proceso articulado de descentralización.
Hubo, como señala Ramón Pajuelo, intentos de construir una descentralización desde abajo, particularmente en el sur andino, donde siempre hubo movimientos políticos regionalistas y líderes políticos activos. Por ejemplo, el Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos (Frenatraca) tuvo su base política en Juliaca, Puno. Anteriormente, el Frente Democrático Nacional, fundado en Arequipa y con una facción importante de dirigentes regionales, llevó a la presidencia al arequipeño José Luis Bustamante y Rivero. Los dirigentes más destacados de la Democracia Cristiana (DC) fueron arequipeños: Héctor Cornejo Chávez, Mario Polar Ugarteche, Roberto Ramírez del Villar, entre otros. No obstante, ni el Frenatraca ni la DC se convirtieron en partidos de alcance nacional. La descentralización era básicamente un discurso movilizador de sentimientos regionalistas.
La historia comenzó a cambiar hacia el final del primer gobierno de Alan García (1985-1990), cuando se convocaron a elecciones de gobiernos regionales. Para esto se fusionaron departamentos en 12 regiones, proceso que generó diversos conflictos sobre dónde instaurar la capital o por qué fusionar un departamento próspero con otro pobre. Adicionalmente, como señala Carlos Contreras, el esquema de elección de las asambleas regionales consistía en una mezcla de voto universal y el voto de instituciones representativas de la región como universidades, colegios de profesionales, etc. Era la asamblea la que elegía a un presidente regional. El golpe de Estado de 1992 de Alberto Fujimori acabó con esta experiencia.
Finalmente, después del retorno a la democracia, en 2003 se lanzó el proceso de descentralización convocándose a elecciones de gobiernos regionales en cada departamento del país. Se trata de un proceso inédito en el Perú. Nunca antes hemos tenido un esfuerzo sostenido de dos décadas a favor de la descentralización, y mucho menos en un periodo de crecimiento económico. En efecto, el proceso ocurre en medio de un incremento de las actividades económicas y comerciales de la sociedad rural, como lo muestran los estudios de Richard Webb y Raúl H. Asensio.[3]
Aunque en las evaluaciones sobre la descentralización predomina un talante pesimista, debemos tener en cuenta que se trata de un proceso de largo plazo. Las nuevas autoridades, los aparatos burocrático-regionales y los organismos institucionales necesitan de un periodo de desarrollo y consolidación. Además, este es un proceso incompleto, pues poco o nada se ha avanzado en la descentralización fiscal y la económica, sin las cuales ninguna descentralización es viable. Las regiones dependen de la transferencia del Gobierno central y de los filtros para dichas transferencias. Aunque la generación de capacidades regionales es lenta, el proceso se desarrolla con un creciente dinamismo político en las regiones, con participación de sectores movilizados. Ciertamente no faltan conflictos, sin embargo, muestran que los actores regionales han cobrado un protagonismo que en el mediano plazo cambiará la realidad política nacional.
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[1] Pedro Planas (1998). La descentralización en el Perú republicano (1821-1998). Lima: Municipalidad Metropolitana de Lima.
[2] Carlos Contreras (2002). El centralismo peruano en su perspectiva histórica. Lima: IEP.
[3] Richard Webb (2013). Conexión y despegue rural. Lima: Universidad de San Martín de Porres, Raúl H. Asensio (2016). Los nuevos incas: la economía política del desarrollo rural andino en Quispicanchi (2000-2010). Lima: IEP.