Como en el cuento de Julio Ramón Ribeyro “La piel de un indio no cuesta cara”, hay algunas muertes que valen una cifra con algunos ceros, como en el caso de Pancho (niño cusqueño, personaje del cuento) que murió por negligencia en un club en Yangas, o, como en estos días, la indiferencia y hasta la demanda por seguir reprimiendo hasta que no haya más posibilidad.
Hasta hoy viernes 16 de diciembre, se cuentan con aproximadamente 21 muertos, 7 de ellos en un solo día en la región de Ayacucho, la cual fue el escenario central del conflicto armado interno entre los años 1980 y 2000. Todas víctimas de armas letales utilizadas por la policía y el ejército en los enfrentamientos en diversas regiones del Perú tras el intento de autogolpe del expresidente Pedro Castillo, su consecuente vacancia por el Congreso de la República y la juramentación de Dina Boluarte en su reemplazo. Prevaleció así la mano dura con el fortalecimiento de la respuesta armada (estado de emergencia a escala nacional) para atender el levantamiento social, tal como exhortaban los representantes de algunas fuerzas políticas en el Congreso, los medios y sectores de la sociedad. Mientras tanto, no hay suficiente atención a las demandas esgrimidas en la protesta. Pero este no es un caso aislado. Cada año tenemos más de cien conflictos sociales mensuales, sobre todo en la sierra sur, central y en la selva, donde hay muertos, al menos 24 en el último año, y decenas de heridos (según datos de la Defensoría del Pueblo). También se pierde de vista la pérdida de líderes indígenas asesinados, así como los niños que han muerto por hambre, frío y golpe de calor en diversas zonas del país a lo largo de estos años. Pareciera que, cruzando ciertas distancias territoriales y sociales, las vidas dejaran de importar y de ser consideradas. Esto es parte del funcionamiento institucional vigente; he ahí en buena medida la explicación de su cuestionamiento, rechazo y exigencia de transformación, que se suman a las demandas específicas de estos días.
Llevamos siglos de una herencia institucional que excluye la representación y participación compartida de los diversos grupos sociales y décadas de un nuevo ordenamiento en que, a partir de ello, se establecieron nuevas formas de exclusión, explotación y dominación. En este escenario más reciente, se ha convencido a muchos de que también pueden llegar a ser parte de los que detentan mayor poder. Predomina, entonces, un individualismo egoísta en el que, por un lado, las élites de poder continúan con sus dinámicas de protección y reproducción endogámicas y, por otro, algunos individuos buscan triunfar a costa de los demás y hasta de sí mismos para al menos hacerse la idea de integrar esos círculos, aunque nunca lleguen a conseguirlo. Sin embargo, todo esto nunca ha sido gratamente aceptado por todos. Creer que alguna vez sucedió o que podría algún día ser así despoja a la sociedad de toda su dinámica de movimiento y termina por ser ilusorio. El conflicto es innato; las variaciones están en las formas en que se maneja, los pactos que se realizan y las estructuras que lo soportan y contienen. Por ello, como no podría ser de otra manera, pueden llegar momentos en los que el descontento se sale de control y se amerite un restablecimiento del orden o la construcción de uno nuevo. En el caso del Perú, el orden democrático aludido especialmente por muchos críticos del levantamiento social nunca fue lo pacífico que se piensa, sino que mantuvo contenida toda esa exclusión y violencia dirigida contra diversos grupos sociales.
Las elecciones de 2021 significaron una nueva oportunidad de mantener canalizado todo el malestar social extendido por nuestra historia, con la elección de un presidente ajeno a las figuras y los círculos tradicionales del poder, que representaba simbólicamente a todos esos grupos. Lamentablemente, su fracaso radicó, entre muchos, en tres principales aspectos desde mi punto de vista. Primero, recibió un país más afectado que siempre dada la crisis por la pandemia que veníamos viviendo, y, además, le tocó atravesar la guerra europea, cuyas consecuencias económicas son muy onerosas para la población. Segundo, la oposición a la que se enfrentó representa a las élites políticas y económicas que operan desde los escaños congresales y medios de comunicación, pasando por la calle con la movilización de las clases medias y altas —acompañadas de ciertos personajes políticos y de farándula—, llegando hasta instituciones como la Fiscalía de la Nación. En tercer lugar, esa representación simbólica nunca se condijo, ni durante la campaña ni una vez electo, en una propuesta programática y de políticas públicas que atendiera los problemas sociales y las necesidades que atravesaban principalmente sus representados. No es una novedad esta brecha entre promesa política y materialización institucional. En el caso de Castillo, el coste era mayor porque precisamente representaba ese gran problema de país que requería una respuesta contundente y estratégica; si bien no total en tan solo cinco años de gobierno, ameritaba iniciar la construcción de un camino al menos en trocha para que luego se asfaltara.
Lamentablemente, el presidente elegido entre frustración y esperanza en medio de una gran turbulencia social y política, con una campaña previa y postelección llena de racismo, clasismo y terruqueo, contrariamente a lo que él y algunos adeptos pueden seguir creyendo, ha terminado haciéndole el juego a sus detractores, facilitándoles el manejo del país. Seguirá siendo repudiable la actuación de todos esos grupos de poder que tenían como meta no dejarlo gobernar habiendo sido elegido bajo las reglas institucionales vigentes, pero también es bastante cierto e innegable que —quién sabe si por terquedad, miedo, limitada perspectiva o ambición con su consecuente cegamiento— lideró el desmantelamiento de los mínimos institucionales posibles de los cuales sostenerse, afectando muchos ámbitos como el educativo del cual provenía, y se ha visto además involucrado junto a sus círculos íntimos en supuestos actos de corrupción. Al final, terminó decidiendo salvarse él mismo, al menos imaginariamente, con su discurso oficial final de autogolpe. Para nada Castillo es el único o total responsable del posterior estallido sociopolítico, pero, desde que decidió asumir como máxima autoridad del país y ya no solo como un líder social más, sobre él recaen grandes responsabilidades y deudas.
Van días de protestas multiplicadas que no parecen próximas a resolverse. Si bien existen actores que buscan generar violencia sin más, los cuales deben identificarse y denunciarse —y están haciéndolo los mismos manifestantes—, se necesitan respuestas sustanciosas para no sacrificar ni una vida más y empezar a asumir la responsabilidad de generar soluciones. Para ello, es preciso desterrar la nunca puesta en práctica ilusión democrática de salidas netamente constitucionales y jurídicas. Los hechos, sobre todo en estos últimos seis años, son testigos de la manipulación a veces bochornosa de los marcos normativos. En esta ocasión, se trata de establecer una ruta distinta a ese accionar, pero haciendo prevalecer una salida política que integre el plano jurídico existente y coloque las necesidades sociales como prioridad.
Las autoridades políticas y técnicas, como el JNE y la ONPE, necesitan realizar los ajustes correspondientes para que no se entregue el país a la debacle por quince meses más, y se pueda llegar a un equilibrio que permita preparar elecciones generales en 2023. Esto puede quedar en manos o solo del Ejecutivo al margen del Congreso, o solo del Congreso con una nueva mesa directiva que integre a los pocos decentes, o, en el mejor de los casos, se logre con un acuerdo entre ambos, aunque sea a regañadientes. Para cualquiera de estas alternativas es imprescindible el cese de la violencia de la policía y fuerzas armadas, la restitución de todos los derechos a la población, el cambio inmediato del gabinete Angulo, el procesamiento de los responsables de las muertes ocurridas con la reparación correspondiente y el establecimiento de instancias de diálogo y toma de decisiones con los sectores movilizados.
A su vez, aunque aún muchos dudemos y parezca peligroso en este contexto convulso, es impostergable la incorporación de la demanda por una nueva Constitución, que finalmente es la norma general que rige la estructura institucional. Esto se ha convertido en un cliché en nuestra región, que muchas veces está vaciado de contenido, y no se ha sabido defender. Pero lo que estamos viviendo nos coloca en la necesidad de comprender que para atender los graves problemas que nos aquejan queda evidenciada la necesidad de construir una nueva estatalidad, que sea la condensación de los cambios que en los ámbitos comunitario y social se van generando. Entre los grandes asuntos, encontramos el problema alimentario, del agua, de la gestión y calidad de los recursos naturales, el problema educativo, el de la vivienda y el rol económico del Estado, entre otros más. En rasgos generales, todos estos cambios exigen que pensemos la sociedad de manera integral, dejando de lado la falsa separación de lo económico, político y social. Desde cualquiera de los lados donde nos ubiquemos, que todo esto no nos haga caer en un pesimismo u optimismo sin salida, sino que construyamos, como señala Eagleton, una esperanza basada en razones, y que al fin se repiense el tipo y despliegue de la democracia que tanto se custodia y tan poco se conoce.