En diciembre del año pasado, Pedro Castillo fracasó rotundamente en su intento de disolver el Congreso de la República y otras instituciones del Estado. En redes y medios de comunicación se celebró la fortaleza de las instituciones y el compromiso democrático de los distintos actores —incluyendo a las Fuerzas Armadas— que impidieron el autogolpe. Durante un año, resaltaban algunos, la prensa había hecho una tarea titánica para develar y denunciar los chanchullos del “gobierno del pueblo”. En efecto, la prensa tuvo un rol fiscalizador importante, acusando sin desmayar los malos manejos del presidente y sus funcionarios de más alto nivel. Había, desde esta perspectiva, motivos para el optimismo; estábamos presenciando un triunfo de la capacidad de regular el poder y de hacerle frente a un aspirante a autócrata.
Tres meses después el panorama es completamente diferente a estas expectativas. La sucesión constitucional fue rechazada por organizaciones de base en distintas partes del país, especialmente en el sur, mientras que la intención de la presidenta de quedarse hasta el fin del quinquenio es ampliamente cuestionada por la ciudadanía. La respuesta del Gobierno ha sido patentemente autoritaria tanto en su discurso como en su accionar. La presidenta y su gabinete no han dudado en poner en tela de juicio la legitimidad de la protesta social, acusando infiltraciones inverosímiles de actores locales e internacionales cuya participación hasta ahora no ha sido probada. Con ese aval, las fuerzas del orden reprimieron brutal y arbitrariamente a la población sin siquiera respetar sus propios reglamentos sobre el uso de la fuerza durante protestas sociales.
Estos atropellos al Estado de derecho no fueron cuestionados suficientemente en el Congreso, donde algunos representantes no dudaron en celebrar la mano dura y pedir mayor represión. Antes que buscar una salida que responda a este desembalse de la frustración ciudadana, los parlamentarios decidieron boicotear varios proyectos de adelanto de elecciones y darle la confianza a un gabinete que justificaba la violencia. El papel de la prensa no ha sido mejor. En algunos de los medios más importantes, las acuciosas denuncias contra el poder fueron reemplazadas por publirreportajes al gobierno de turno. En lugar de cuestionar el discurso gobiernista, se sumaron acríticamente a la satanización de la protesta social, justificando de una u otra forma el uso abusivo de la represión. Únicamente los medios alternativos y la prensa internacional se animaron a revelar estas injusticias.
Lejos de las celebraciones democráticas decembrinas, varios actores de la comunidad internacional observan con preocupación el creciente autoritarismo y la impunidad ante graves violaciones a los derechos humanos. Estas discusiones resuenan poco en nuestra esfera pública y quizás todavía menos ante la inminente crisis climática que aflige al país. El Gobierno ha gastado más fuerzas en contener su mala reputación en el extranjero —politizando el quehacer diplomático— que respondiendo a cuestionamientos internos. En solo tres meses se esfumó la elogiada capacidad de las instituciones y la prensa de regular el abuso de poder por parte del Gobierno; esto ha sucedido con el silencio cómplice de políticos e intelectuales que, solo cuando conviene, corean que en el Perú “las calles” o “la ciudadanía” son un real contrapeso al poder, aunque sea de forma reactiva.
Hoy es fácil excusarse planteando falsas equidistancias entre la represión feroz del Estado y los actos violentos de los manifestantes. Las protestas sociales en algunas partes del país han sido efectivamente violentas y entre sus repertorios han incluido medidas de fuerza que contravienen la legalidad. Sin embargo, esto no es justificación para el grado de represión que seguimos observando. A diferencia de los colectivos heterogéneos y fragmentados que protestan, las fuerzas del orden son instituciones con una organización, jerarquías y normativas muy bien establecidas. El “monopolio legítimo de la violencia” implica precisamente eso: cadenas de mando y órdenes claras organizadas a través del Estado. Si es que se trata de “excesos individuales” —aunque la sistematicidad y escala de los acontecimientos sugieren más bien lo contrario—, estos tienen que investigarse y castigarse de manera ejemplar; algo que no está ocurriendo.
Pero la sofocación del derecho a la protesta no viene solamente acompañada de violencia explícita. El uso del espacio público por parte de los ciudadanos que quieren expresar su malestar contra el Gobierno también está siendo seriamente limitado sin mayor justificación. De facto, los cordones policiales y la presencia de rejas en vías de la capital y otras ciudades constituyen un grave limitante a la capacidad de ejercer el derecho a la protesta. Si bien es cierto que este tipo de estrategias se utilizan para cautelar edificios públicos y privados que puedan resultar dañados, en la práctica la policía ha cerrado el paso de los manifestantes de forma arbitraria incluso utilizando unidades motorizadas para ir cercando la manifestación conforme esta se desarrolla. A estas estrategias se han sumado algunas autoridades ediles con sus declaratorias de intangibilidad de los espacios públicos. Qué rápido se olvida que sin derecho efectivo a la protesta no hay democracia.
A estas alturas, puede que este Gobierno sea breve o llegue efectivamente a culminar el mandato constitucional. Da igual. Como un ciclón autoritario, la coalición precaria pero enérgica que sostiene a la presidenta Boluarte ha arrasado muy rápidamente con algunos de los cimientos fundamentales de nuestra democracia. El Ejecutivo se ha encargado de erosionar las libertades fundamentales y el pluralismo mediante la criminalización de la protesta. El Legislativo, por su parte, viene concretando su larga campaña por cooptar otros poderes y organismos autónomos, incrementando su poder y desregulándose tanto como sea posible. Han cumplido su fantasía de ser el “primer poder del Estado”. Y para completar el cuadro, las fuerzas del orden han tomado un creciente rol político, retomando su discurso de “institución tutelar”; algo que no solo es inaceptable en una democracia, sino que está explícitamente reñido con el orden constitucional vigente.
Obviamente este proceso viene de atrás; el país lleva sumido en múltiples crisis desde hace más de cinco años. Algunos analistas incluso proponen que este descalabro es su conclusión inevitable. Es posible. La historia peruana enseña que las crisis sociopolíticas graves resultan en cierres autoritarios antes que en procesos de transformación democrática. Pero ese determinismo también esconde apatía; una coalición tan precaria solo avanza tanto como se le permita. Hace un año, la sociedad civil organizada y algunos intelectuales se sumaban enérgicamente a iniciativas contra los malos manejos del castillismo. Hoy solo las calles alzan su voz… cuando no se están ahogando con los gases lacrimógenos. No es posible que las respuestas ante crímenes de lesa humanidad y la concentración del poder sean más pálidas. A pesar de todo, hay todavía espacio para exigir una ruta diferente, más democrática, para encontrarle soluciones a la crisis política. Para mañana ya es tarde.