La irrupción del movimiento indígena marca un antes y después en la historia reciente de Ecuador. El punto de quiebre fue un acontecimiento que sacudió a dicho país: el primer levantamiento indígena del año 1990. Los bloqueos y protestas, así como la toma de varias ciudades —entre ellas la capital, Quito— por parte de miles de indígenas movilizados, obligaron al gobierno de Rodrigo Borja a sentarse a negociar las demandas del “Mandato por la vida y derechos de las nacionalidades indígenas”. Dicho levantamiento catapultó al movimiento indígena como flamante actor político.
Unos años antes, diversas organizaciones habían conformado la Conaie, la primera organización indígena de alcance nacional, que estrenó además un liderazgo de jóvenes intelectuales y profesionales indígenas. Ellos replantearon los contenidos de la plataforma étnica. Dicha generación de líderes, con destacada presencia femenina, logró proyectar el discurso indígena más allá de una visión particularista, en demanda de una ciudadanía más amplia y democrática, capaz de incorporar el reconocimiento de la diversidad étnico-cultural. Dicho giro fue destacado por el recordado Jorge León Trujillo, autor de un libro pionero que describió el salto de campesinos a ciudadanos diferentes.[1]
El levantamiento expresó las expectativas de un campesinado indígena comunero que había dejado atrás la servidumbre (vinculada a las haciendas y huasipungos), pero seguía discriminado y ninguneado por su origen sociocultural. El surgimiento del movimiento indígena impulsó la reformulación de sus demandas étnicas, situándolas como parte de una exigencia novedosa por condiciones de igualdad y pertenencia efectiva a la sociedad ecuatoriana. Entender esto resulta fundamental, pues las reformas agrarias de las décadas previas no desaparecieron las haciendas, pero modernizaron el campo y multiplicaron la presencia de las comunidades indígenas.
La intensa modernización agraria —que convirtió a muchas haciendas en empresas agropecuarias y arrinconó a las comunidades, pero al mismo tiempo las reprodujo e integró al mercado— no canceló la dominación étnica, pero la reubicó en una nueva constelación de poder rural. El resultado fueron nuevos sentimientos de exclusión, reflejados en el fortalecimiento comunitario, así como la creación de una miríada de organizaciones indígenas de primer y segundo grado. El desarrollo rural se convirtió así en un deseo generalizado, estrechamente vinculado a la creciente identificación étnica, lingüística y territorial.[2]
Así, el anhelo de reconocimiento sociocultural (diferencia étnica) pasó a ser visto desde las propias lógicas campesino-indígenas como un aspecto esencial de la lucha más amplia por acceso a derechos y pertenencia al país (igualdad ciudadana). Teóricamente, dicho empalme entre diferencia étnica y ciudadanía nacional podía resultar problemático, pero justamente la originalidad del discurso indígena consistió en proyectar —en un solo movimiento— lo étnico más allá del particularismo y lo nacional más allá del molde del Estado-nación monocultural. Como sostuve en un libro publicado hace varios años, ello permitió el surgimiento en Ecuador, así como en otros países latinoamericanos, de influyentes movimientos indígenas orientados a reinventar las comunidades imaginadas nacionales.[3] De hecho, el levantamiento indígena fue acompañado por un novedoso lenguaje político que reivindicó el origen étnico junto a la pertenencia a las llamadas nacionalidades y pueblos indígenas (definidas según idioma y costumbres, respectivamente).
Luego del primer levantamiento, el movimiento indígena ganó amplia presencia política y social. Desplegó así un brazo electoral denominado Pachakutik, con el cual obtuvo representación parlamentaria y gobiernos locales, con experiencias exitosas como las de Otavalo, Cotacachi y Cayambe (que mostraron el declive del predominio mestizo y la eficacia de las municipalidades indígenas interculturales).[4] Las organizaciones indígenas protagonizaron varios levantamientos, participando en los conflictos que culminaron en las destituciones presidenciales de Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y en cierta medida Lucio Gutiérrez (2005). También tuvieron un rol clave en la coyuntura de crisis y rediseño constitucional que acabó dando paso al prolongado gobierno de Rafael Correa (2007-2017). Esta incursión en la escena política nacional ha sido uno de los aspectos controversiales del desempeño de la Conaie y Pachakutik, su brazo político-electoral.
Durante tres décadas, el movimiento indígena convocó a diversos levantamientos, que mostraron su capacidad de autonomía frente a los gobiernos de turno, pero también acumuló errores que desgastaron su imagen renovadora, sobre todo entre sectores urbanos, mestizos y de clases medias. Ello fue evidente en 2005 con la llamada “rebelión de los forajidos”, un movimiento fundamentalmente urbano y mestizo que derrocó a Gutiérrez y cuestionó también el discurso plurinacional indígena (fue el costo de la alianza electoral con Gutiérrez y un cogobierno que duró un semestre, pues las tensiones culminaron en una estrepitosa ruptura).
Otras dificultades que hicieron retroceder al movimiento indígena fueron la ausencia de renovación generacional, el desgaste de la Conaie en el interior de sus bases y el divisionismo frente al gobierno de Correa. Además, el movimiento indígena fue arrinconado por el ascenso de una oleada de nacionalismo mestizo, en un contexto de severa crisis económica y política que se expresó electoralmente en el correísmo. El régimen de Correa no solo desorientó y dividió al movimiento indígena, sino que socavó parte de su discurso, pues su “progresismo” inicial derivó hacia un desarrollismo neoliberal de talante autoritario frente al cual la oposición indígena resultó minoritaria.
Por esa razón, tras varios años de receso, el levantamiento de octubre de 2019 convocado frente a las medidas económicas del gobierno de Lenin Moreno (2017-2021) mostró una interesante recuperación política que volvió a colocar al movimiento indígena en una situación expectante. Se reagrupó entonces una plataforma de las principales organizaciones indígenas —Conaie, Feine y Fenocin—, que confluyeron con otros sectores en la convocatoria al paro nacional que acaba de ocurrir, en rechazo a diversas medidas adoptadas por el gobierno derechista de Guillermo Lasso.
Las bases indígenas movilizadas sostuvieron la paralización durante 18 días, convirtiéndola en un levantamiento que —como en 1990— logró sentar a los representantes del Estado a negociar cara a cara su agenda de demandas. Esta vez fueron diez puntos, incluyendo la rebaja del costo de los combustibles, así como la derogatoria de varios decretos para la minería e hidrocarburos, que las organizaciones indígenas consideraron lesivos a la naturaleza y sus territorios. El acuerdo final que —merced a la mediación de la Iglesia— puso fin al conflicto es un triunfo indígena que el gobierno de Lasso, acorralado, se negó a aceptar a última hora. Sin embargo, también cabe indicar que el movimiento indígena, debilitado por la dura represión, así como por el rechazo de sectores urbanos ante el caos y violencia suscitados en las protestas, no tenía más opción que apresurarse a firmar una salida.
En un escenario sustancialmente distinto al de hace tres décadas, el movimiento indígena ha conseguido retornar como actor decisivo en la política ecuatoriana, esta vez a la palestra de una lucha que vuelve a demostrar su capacidad de convocatoria y movilización, que ha logrado frenar —al menos por ahora— la avanzada de la derecha conservadora gubernamental. No ha sido fácil ni hay por delante un panorama despejado. La crisis económica, el descalabro de la clase política y la creciente ilegitimidad del régimen conducen a pensar que se ha inaugurado un enfrentamiento que deberá resolverse en el futuro.
No se puede avizorar un desenlace posible. El regreso del movimiento indígena expresa fuertes demandas insatisfechas que, eventualmente, podrían desencadenar otros conflictos. Existe además un clima de desconfianza y rechazo urbano frente a las demandas indígenas, acicateado por el desborde de violencia e inseguridad en la última protesta (debido a la infiltración de grupos vandálicos, pero también por el inadecuado manejo de la relación con el correísmo por parte de la dirigencia indígena). Pese a ello, la renovación del movimiento indígena resulta indudable, y se ha reflejado en la participación de muchos jóvenes dispuestos a seguir exigiendo un Estado plurinacional, igualdad ciudadana y respecto a su diferencia étnica. El liderazgo de Leonidas Iza, dirigente máximo de la Conaie, se ha fortalecido y lo ha convertido en el rostro emblemático del retorno del movimiento indígena. Sin embargo, el escenario futuro en el conjunto del Ecuador, en medio de la fuerte crisis actual, resulta ciertamente imprevisible.
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[1] Jorge León Trujillo, De campesinos a ciudadanos diferentes: el levantamiento indígena. Quito: Cedime, Abya Yala, 1994.
[2] Quien se encontraba a la zaga de los cambios era el Estado ecuatoriano. Por ello, luego de las dictaduras militares “desarrollistas” (de Rodríguez Lara y la Junta Militar de Gobierno, 1972-1979), la democratización abrió importantes expectativas de cambio y ascenso social en la ciudad y el campo. Una de sus expresiones fue la expansión de la identificación étnica.
[3] Ramón Pajuelo, Reinventando comunidades imaginadas. Movimientos indígenas, nación y procesos sociopolíticos en los países centroandinos. Lima: IEP, IFEA, 2007.
[4] Véase el reciente libro de Miriam Lang, Rehabitando el territorio. Plurinacionalidad, interculturalidad y Sumak Kawsay en el primer municipio indígena de Cayambe. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar, Gadip Cayambe, 2022.