La mayor parte de la discusión política de las últimas semanas en nuestro país ha puesto en el centro al actual gobierno, a Pedro Castillo y a sus círculos y aliados más cercanos; ha puesto también, casi con igual interés y urgencia, las posibles salidas o desenlaces en relación con la creciente incapacidad directa o indirecta del actual gobierno para ofrecer un rumbo políticamente viable y técnicamente sustentado a los principales problemas del país. Sin desconocer la importancia de estos temas y la validez de estas preocupaciones, las líneas que vienen a continuación son un intento por tomar algo de distancia del presente inmediato y, más bien, discutir si estamos o no en el momento más complicado y crítico de la democracia en nuestro país desde su retorno en 2001.
Que el Perú no ha sido un ejemplo de estabilidad política o una experiencia de consolidación de la democracia durante los últimos 20 años es bastante evidente. Sin embargo, haber tenido cuatro presidentes de 2016 en adelante y siendo bastante probable que el presidente Castillo no complete sus cinco años de mandato nos confronta, en primer lugar, con una aceleración y normalización de los periodos de inestabilidad política. Muestra también la incapacidad del sistema político peruano para generar gobiernos que puedan completar sus mandatos, lograr un consenso político básico entre diferentes fuerzas políticas, llevar a cabo reformas estatales significativas y que se sostengan en el tiempo, cerrar brechas entre representantes y representados, y promover condiciones mínimas de gobernabilidad en el país.
Cómo llegamos a esta situación después de 20 años de estabilidad de un régimen democrático es una pregunta que se nos presenta como ineludible. Por ahora lo que sabemos es que la política que se instaló desde 2001 convivió, toleró y promovió la corrupción y la ilegalidad en todos los niveles y en todos los ámbitos. Al mismo tiempo, la bonanza económica que acompañó al país durante todos estos años, y que ya empezaba a dar señales de agotamiento, termina o por lo menos queda suspendida con la llegada de la pandemia. Este crecimiento económico ayudó a maquillar la disfuncionalidad del sistema político peruano y del Estado en general.
Sin este crecimiento económico nada nos distrae de ver que el país ha estado y está en manos de demasiados políticos y funcionarios públicos que son parte de redes de corrupción, que defienden intereses claramente particulares en detrimento de intereses públicos, que con frecuencia se comportan como si las leyes y las normas del país no fueran aplicables a ellos y que terminan siendo parte de los principales promotores de noticias falsas.
En este contexto además han venido ganando visibilidad y presencia una derecha extrema y una izquierda no democrática, las cuales terminan persiguiendo objetivos muy similares, varios de ellos directamente orientados a revertir algunos de los avances conseguidos en los últimos años en relación con el reconocimiento y la defensa de derechos fundamentales y a desmantelar la capacidad del Estado para hacerlos efectivos.
Adicionalmente, hoy se vuelve a hacer evidente que quienes tienen alguna capacidad de hacer política y, por lo tanto, de influir sobre las decisiones del gobierno y el Estado muestran un profundo desinterés por construir un Estado que sea inclusivo, eficiente y para todos los peruanos. De otro lado, vemos que quienes han adquirido experiencia en el manejo del Estado durante estas últimas dos décadas tienen poco o ninguna capacidad de hacer política a escala nacional.
A la luz de todos estos acontecimientos, existen razones para pensar que lo que viene en los próximos años difícilmente va a ser una continuación de lo que han sido las dos últimas décadas, durante las que la política no andaba bien pero el resto más o menos funcionaba. No tiene que ser necesariamente el comienzo del fin para lo que ha sido el mayor periodo de continuidad de un régimen democrático en nuestra historia republicana; sin embargo, ciertamente es muy complicado ver por ahora por dónde puede aparecer una salida que evite que se prolongue la inestabilidad política, el debilitamiento de la legalidad y del Estado, y la frustración de los ciudadanos con la democracia. La débil institucionalidad política del Perú, que no cambió significativamente con el fin del gobierno de Alberto Fujimori y el regreso de la democracia en el 2001, no hace sino contribuir a que, en el próximo reacomodo electoral y político, alguna de las alternativas y fuerzas más abiertamente autoritarias termine por encontrar su momento y oportunidad.