La semana pasada estuve leyendo los dos primeros volúmenes de la Trilogía Balcánica de Olivia Manning, recién publicados por Libros del Asteroide. Se trata del relato novelado de las experiencias de la autora, desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial hasta la entrada de Rumanía en el conflicto, como aliada de Alemania, en junio de 1941. No es un libro de aventuras, sino de personajes, lugares y atmósferas. Narra la historia de una joven pareja inglesa de recién casados, que asiste al derrumbamiento del Estado rumano de entreguerras y a su progresiva conversión en un régimen totalitario. Atrapada entre la amenaza soviética, que ya había ocupado dos provincias, los nazis, la convulsión interna y la presión de los grupos de extrema derecha, lo que había sido una frágil, imperfecta y corrupta democracia dio paso a un gobierno de emergencia dirigido por el rey, a una dictadura militar y finalmente a la creación del llamado «Estado Nacional Legionario»: un engendro fascista que tenía como banderas la lucha contra las élites corruptas, la necesidad de purificar la patria, la erradicación de las costumbres extranjeras, la represión de las minorías y la recuperación para los rumanos de las riquezas petrolíferas.
El relato incluye episodios como la jornada de expiación del 11 de septiembre de 1940, cuando los habitantes de Bucarest fueron conminados por el general Antonescu, tres días después de tomar el poder, a pedir perdón al resto de sus compatriotas por haber permitido, con su indolencia, hedonismo y avaricia, la degradación del país durante los años anteriores. Manning habla desde la perspectiva de lo que podríamos llamar la clase media emergente. Su alter ego es una diletante ama de casa y su esposo un profesor de inglés de extracción popular. Desde esta posición nos muestra el progresivo deterioro de la vida cotidiana, la manera en la que lo que parecía inconcebible se vuelve normal y las dudas que corroen a sus personajes: debo irme o quedarme, dejar de hablar a tal persona o hacer como que no pasa nada, involucrarme o permanecer al margen. Toda la historia está envuelta en un ambiente opresivo; sobrevuela el presentimiento de que algo terrible va a ocurrir y que no se puede hacer nada por evitarlo.
El libro es más impactante por cuanto el lector sabe lo que pasó después: las criminales purgas conducidas por las “camisas verdes” de la Guardia de Hierro, la alianza de Antonescu con los nazis, su participación en el Holocausto, la invasión soviética y las sangrientas dictaduras de Gheorghe Gheorghiu-Dej y Nicolae Ceaușescu. No hay héroes en el relato. Los presagios se cumplieron y aquellos fueron los últimos días. Si lo que había era malo, lo que siguió fue mucho peor: centenares de miles de muertos, empobrecimiento generalizado y millones de vidas destrozadas durante varias generaciones.
Los paralelismos históricos son siempre tramposos. Ninguna situación es idéntica a otra. Cambian los países, los actores, los contextos y las épocas. Pero es difícil no relacionar la historia de Manning con la situación actual del Perú. La degradación del compromiso democrático ha llegado a tal punto que una parte del espectro político, en nombre de los agravios históricos, justifica la pretensión del expresidente Castillo de convertirse en dictador. La otra parte, en nombre del orden y la propiedad, justifica que se reprima de manera criminal las marchas de quienes buscan llevar adelante los objetivos del fallido autogolpe: cerrar el congreso y convocar una asamblea constituyente. Conceptos como “democracia formal”, opuesta a una supuesta democracia “real” o “sustancial”, vuelven a estar de moda.
¿Qué puede pasar a continuación? La encuesta publicada por el Instituto de Estudios Peruanos el pasado fin de semana da algunas pistas. Es probable que al final acabemos teniendo una asamblea constituyente. Ya existe una mayoría favorable a ella. La vocación del gobierno por la bala, la radicalidad de la extrema izquierda, dispuesta a lo que haga falta para cumplir sus objetivos, y el pánico moral de las clases medias, hacen que esta sea la salida más factible. Son cada vez más quienes están dispuestos a aceptar la constituyente, ya sea por convicción o como solución para evitar que las matanzas continúen.
La encuesta también da pistas sobre lo que esa asamblea nos traería. Quizá tengamos un escenario similar al chileno: una asamblea extravagante y poco profesional, que dé lugar a un texto que al final no convenza ni a sus propios promotores. Pero me temo que esa es la hipótesis optimista. Lo más probable es que una hipotética constituyente sea la herramienta de la coalición reaccionaria que hemos visto campar en los últimos congresos, para remodelar el país a su gusto. Lo vimos en temas como la reforma universitaria y lo acabamos de ver en el blindaje al congresista Díaz. Más allá del griterío, existe una convergencia de fondo entre sectores radicales de extrema derecha y de extrema izquierda, que comparten una visión del mundo retrógrada, antiderechos, contraria a la diversidad, machista, conspiranoica, violenta y refractaria a los contrapesos de la democracia liberal.
Este consenso reaccionario no se limita al congreso. La respuesta a las preguntas del IEP apuntan en la misma línea: un 74 por ciento de los encuestados pide que se restablezca el servicio militar, un 72 por ciento se muestra favorable a incluir la pena de muerte para delitos graves en una posible nueva constitución, un 78 por ciento se opone al matrimonio igualitario y solo el 32 por ciento quiere incluir la despenalización del aborto en los primeros meses de embarazo. Lo sorprendente de estas respuestas es su transversalidad. Son abrumadoramente mayoritarias en costa, sierra y selva; en la capital, en las demás zonas urbanas y en las zonas rurales; entre mujeres y hombres; para ricos y pobres. Tampoco existen diferencias entre quienes se definen de derecha, de centro o de izquierda: más autoritarismo y menos derechos parece ser la receta preferida por todos.
Con este panorama es difícil ser optimista: consenso retrógrado o confrontación. No parece haber otra alternativa. Gran parte de la izquierda, incluyendo sectores moderados, han entrado en una espiral de romantización de las protestas, a las que presentan como si se tratara de una épica lucha campesina por la libertad, haciendo caso omiso o minimizando el trasfondo reaccionario y autoritario de sus demandas. Quizás esperan que, una vez convocada la constituyente, las fuerzas extremistas puedan ser controladas y reconducidas. Suerte con eso. Ya vimos lo bien que salió cuando apoyaron a Castillo en la segunda vuelta de 2021. La derecha, por su parte, parece cada vez más convencida de apostar por una salida autoritaria, quizá con apoyo militar, priorizando el orden por encima del respeto a la democracia y a la vida de los ciudadanos.
Afortunadamente, no estamos en el mismo contexto histórico que los personajes de Manning. Pese a todos los desacuerdos y problemas por los que atraviesa el Perú, no estamos en una guerra mundial, ni tenemos a nazis y soviéticos arañando nuestras fronteras. El límite de la violencia tolerable es significativamente menor de lo que era en Europa hace 80 años. No habrá una guerra civil, ni un Holocausto. Pero caminamos por el alambre. Lo que ocurra en estas semanas puede tener importantes repercusiones para las siguientes décadas. Si no acertamos en las decisiones, individuales y colectivas, podemos adentrarnos en un periodo muy oscuro de hegemonía reaccionaria.