Nuevamente Machu Picchu se encuentra en el ojo de la tormenta de diversos intereses que giran, con sentidos contrapuestos, en torno a su presencia como el más importante destino turístico del Perú. Esto no es una novedad, pero la situación actual muestra un enredo de actores e intereses que pone en riesgo su cuidado y preservación.
Desde inicios del siglo XX, merced al saqueo dirigido por Hiram Bingham que fue maquillado como un “descubrimiento” arqueológico con el aval del Estado, Machu Picchu no solo salió a luz, sino que pasó a ser motivo de diversas disputas. Ese punto de partida contemporáneo de Machu Picchu tuvo lugar en 1911. Décadas después devino en emblema de la peruanidad, convirtiéndose así en un destino que el común de peruanos y peruanas anhela conocer: representa un viaje hacia el origen nacional y a la grandeza histórica de los inkas y el Tawantinsuyu.
En la década de 1980 del siglo anterior, Machu Picchu fue declarada patrimonio de la humanidad por parte de la Unesco, pero fue desde su reconocimiento como una de las siete maravillas del mundo, el año 2007, que se aceleró el crecimiento sostenido de la demanda turística nacional e internacional que ha conducido al escenario actual. Con la globalización se desató una enorme presión sobre diversos sitios patrimoniales emblemáticos, que testimonian la experiencia de diversas civilizaciones originarias. Dichos sitios, convertidos en destinos turísticos mundiales, han pasado a ser las “joyas de la corona” de Estados nacionales que buscan beneficiarse del boom turístico, pero también deben preservarlos. Diversos actores vinculados al funcionamiento de la industria sin chimeneas que es el turismo globalizado añaden en cada caso un ingrediente fundamental, que delinea los contornos específicos del aprovechamiento y posibilidades de cuidado de los sitios patrimoniales.
Algunas cosas se pueden destacar sobre Machu Picchu. La primera es que su historia se hunde en el mito y la leyenda. Investigaciones recientes sugieren que fue edificada durante el reinado del inka Pachacuteq, a mediados del siglo XV de nuestra era, como una llaqta ceremonial emplazada en una zona subtropical fronteriza de avanzada hacia la Amazonía. Parece que los inkas extendieron su presencia hacia los territorios amazónicos mucho más de lo que se pensaba. Sin embargo, la construcción de Machu Picchu en pleno apogeo del Tawantinsuyu contrasta con su desaparición a lo largo de siglos, hasta que pudo resurgir a la historia en pleno siglo XX. Ahora se cree que lo ocurrido habría sido el abandono de la llaqta por parte de sus habitantes debido a causas desconocidas (no sería, además, el único caso de localidades con altísimo contenido ritual, militar y territorial que por algún motivo dejaron de ser utilizados). El punto es que, por esa razón, la llaqta inka no llegó a ser conocida ni saqueada por los españoles, y solo en búsqueda del emplazamiento de Vilcabamba en el cual se refugiaron los últimos inkas (el actual sitio de Choquequirao) saltó a la fama desde 1911.
Un segundo aspecto tiene que ver con su asentamiento. Machu Picchu se levantó en la cima de una montaña, en el centro de un espacio natural extraordinario que se asemeja a una hondonada, rodeada de otras montañas subtropicales y acompañada por el discurrir sonoro del río Vilcanota. Su ubicación solo resulta comparable con otros entornos inkas de especial significación, como el fondo de valle que alberga la ciudad del Cuzco, o el paisaje lacustre que rodea a las islas del Sol y de la Luna: la pakarina o lugar de origen desde el cual los inkas fundadores, Manco Cápac y Mama Ocllo, emergieron para dirigirse a fundar el imperio en el Cuzco (de acuerdo a la famosa leyenda difundida por Garcilaso de la Vega).
Lo tercero tiene que ver con la magnificencia de la propia llaqta de piedra y montañas. Con sus diversos monumentos, sectores y acondicionamientos —como los canales para el manejo del agua, las terrazas que permitieron adherir las construcciones a la montaña esquivando los riesgos naturales y los caminos que la conectan con el entorno y hacia el exterior—, Machu Picchu representa una auténtica maravilla de la arquitectura inka. Pude volver a visitarla hace pocos días y sentir el mismo estremecimiento, asombro y gozo de la primera vez.
Como se trata de un sitio inhabitado, una noción patrimonial basada en la escrupulosa preservación de sus edificaciones y de su ambiente natural, requiere ser administrada cuidadosamente por los diversos actores vinculados a su uso turístico, pero fundamentalmente por el Estado. De allí la importancia de no ceder a las presiones que —guiadas por criterios económicos— buscan incrementar el acceso territorial mediante nuevas vías para el traslado desde el Cuzco. Este será en los próximos años uno de los puntos críticos de un escenario complejo que, además, incluye una diversidad de actores e intereses.
Como en todo sitio patrimonial, resulta clave mantener un límite estricto de visitas —es decir, de capacidad de aforo permitido durante los distintos momentos del año— a fin de evitar que el flujo turístico deje deterioros irreversibles en las edificaciones, o bien en el delicado ecosistema que las rodea. Incluso antes de la pandemia de covid-19, este aspecto ya había sido objeto de fuertes controversias, pues habiendo sido establecido el aforo en alrededor de 2500 visitantes diarios, terminó elevado a más de 4000, sin criterios claros ni medidas de protección adicionales, tales como el uso de cobertores de zapatos. Solo recientemente, con muy buen criterio, se han instalado mallas protectoras y establecido varias rutas o circuitos para las visitas. Lamentablemente, más que en aras de la preservación, esta medida parece motivada fundamentalmente por el afán de incrementar el aforo.