Plagio es un término que cruzó las fronteras del ámbito académico, para cobrar una demoledora connotación política. Para sus detractores, el presidente de la República habría incurrido en esta práctica en una tesis escrita el año 2012 a cuatro manos con Lilia Paredes, su esposa, docente de educación básica al igual que él, para obtener el grado de maestría que luego les permitió acceder a un incremento en sus salarios.
Al estallar el escándalo, como ha sido habitual en varios medios cada vez que han tratado un asunto que afecta al presidente, los reporteros diseccionaron el hecho de tal manera que Castillo quedó retratado como un avispado perpetrador de delitos. En tanto, sus más férreos opositores utilizaron el escándalo para, una vez más, intentar demostrar la cuestionable moral y las limitadas capacidades del presidente. Las críticas desde la academia han sido igual de despiadadas: un plagio no se perdona, menos aún si se trata de una tesis. No es una falta. Es un delito.
Sin embargo, el exclusivo tratamiento político que intento darse a este asunto, no pudo evitar que se revelaran al mismo tiempo otros graves problemas. En primer lugar, la cuestionable calidad que desde hace décadas arrastra la educación universitaria en el Perú; y, en segundo lugar, las oscuras prácticas al interior del sistema que convirtieron a delitos como el plagio o la fabricación de tesis, en actos cotidianos, difundidos y aceptados.
Todo esto tiene una larga historia. Uno de sus hitos es 1991, cuando la obtención del grado de bachiller quedó limitado a un simple trámite administrativo. Ya entonces para alcanzar el título de licenciado la elaboración de la tesis era solo una opción más y, a todas luces, la menos transitada por los futuros graduados. En un terreno así, la excelencia académica, el fortalecimiento de la investigación y el incremento de la producción científica no echaron raíces profundas y subsistieron como rarezas en un sistema hostil a ellas en la universidad peruana.
Sin embargo, su mayor expansión se desató bajo un ordenamiento institucional edificado desde 1996, que permitió sin control efectico alguno que los dueños de universidades privadas como la Universidad César Vallejo (UCV) instale cedes improvisadas e informales en pequeños distritos como Tacabamba, en Cajamarca, para satisfacer la demanda de títulos de licenciado y grados de maestría de verdaderos ejércitos de servidores públicos, entre ellos de docentes de educación básica.
Ante la ausencia de regulación, al igual que la UCV, otras universidades habrían incurrido en lo mismo, convirtiendo la obtención de títulos y grados en una mera transacción comercial. Aún hoy nadie se atreve a develar la magnitud de las cifras de los beneficiaron de estas prácticas, quizá porque eso ocasionaría una ecatombe mayor que la de comprobar que el presidente, y también varios congresistas y ministros plagiaron en sus tesis o las mandaron a confeccionar en algún taller clandestino.
Así, lo sucedido con el presidente Castillo en Tacabamba, revela la existencia de un sistema perverso, donde el fetiche de los diplomas y certificados que se impuso a la trayectoria profesional y al servicio público, exacerbó el emprendimiento de lucrativos negocios cuyos promotores fueron incapaces de autorregularse. Un sistema que naturalizó una especie de pantomima académica, sostenida por un sector extremadamente pragmático de empresarios surtidores de título y grados, y autoridades de universidades públicas y privadas sin interés e iniciativa para problematizar el proceso de titulación y obtención de grados en sus instituciones. De este modo, casi frente a las narices de todos, floreció el mercado negro de la elaboración de tesis y el reino del plagio.
Todo indica que el delito académico en el cual habría incurrido el presidente y otros políticos y funcionarios, fue una práctica extremadamente tolerada, peligrosamente extendida y sólidamente institucionalizada en los márgenes de la formalidad del sistema universitario peruano durante décadas, hasta que las reformas emprendidas desde el año 2014 comenzaron a cuestionarlas y buscaron frenarlas.
En la lógica de las reformistas, todo esto fue el resultado de un asunto sustancialmente más grave: el arraigo de un sistema universitario intolerante a políticas eficaces de regulación de la calidad; que fue edificado y defendido por actores capaces de frenar las iniciativas para establecer reglas y organismos que se ocupen de esta tarea o, en todo caso, con el poder suficiente para tomar el control de ellas para inutilizarlas, como ocurrió con la Asamblea Nacional de Rectores.
Durante mucho tiempo, desde espacios como la ANR, autoridades de universidades públicas y privadas, utilizaron la mentada autonomía universitaria y las entronizadas reglas del libre mercado, como corazas contra cualquier intento de transformar viejas prácticas reñidas con la calidad, que beneficiaban sobre todo a los círculos de poder que controlaban a las universidades públicas y a los dueños de universidades privadas, reacios a sacrificar parte de las ganancias de sus lucrativos negocios.
Sin embargo, aquel sistema no se hubiera arraigado sin la existencia de una densa cultura que sobrevalora los títulos universitarios ante los escasos canales de ascenso social. En esa realidad, la educación superior y, más que ella, los certificados que otorga, pasaron a ocupar un lugar privilegiado. Todo ello en un contexto donde la cultura del éxito individual a toda costa se impuso al bienestar colectivo. Así, relegando a un segundo plano las demandas por mejores estándares de calidad, muchos optaron por atajos como el plagio o la compra de tesis para alcanzar sus objetivos de éxito, más aún en universidades que no desarrollaron en sus estudiantes las destrezas suficientes para que la elaboración de la tesis no se convierta en una barrera insalvable para graduarse.
Esa realidad con pocos canales de ascenso social, condujo a otro debate de fondo, pues la reforma que subyace a la Ley universitaria de 2014 busca mejorar la calidad de las universidades, pero sin quebrantar la hegemonía de la iniciativa privada en la dotación del servicio, propiciado por el cambio constitucional de 1993 y la Ley 882 de 1996 que estableció el lucro como incentivo adicional para los empresarios de la educación. Los críticos más serios sostienen que no es posible afirmar que la ley de 2014 y las reformas que se sostienen en ella, fueron concebidas para consolidar el derecho a la educación universitaria y, por lo tanto, entre otras cosas, fortalecer a las universidades públicas para que abran sus puertas a más estudiantes.
Ciertamente el protagonismo estatal se concentró en las tareas de regulación del conjunto de universidades, para de este modo asegurar una competencia sobre parámetros de calidad más altos entre los ofertantes del servicio. Una competencia que ha incluido a las universidades públicas. La reforma logró elevar el estándar de los competidores y, en tal sentido, el modelo de mercado regulado benefició a los estudiantes; aunque para ser más precisos, a los jóvenes que logran convertirse en estudiantes, permanecer en él sistema y finalmente graduarse. En esto último descansan los reparos y las dudas formuladas, sobre todo, por gremios estudiantiles y docentes.
Las dudas son legítimas porque, entre otras cosas, el presupuesto de las universidades públicas se incrementó mucho más en los ocho años anteriores a la ley de 2014, que en los ocho años que esta lleva implementándose; el crecimiento de la matrícula en estas ha sido poco significativa en comparación a sus pares privadas; y porque las reformas han evadido las prácticas nocivas que envuelven las disputas por el control de sus órganos de gobierno.
Aun así, no debe perderse de vista que estas reformas implementaron la Dirección General de Educación Superior Universitaria como parte de la estructura del Misterio de Educación, cuya labor fue fundamental para sortear parte de los embates de la pandemia en las universidades públicas; y además acompañó a algunas de ellas con equipos técnicos y apoyo financiero en su proceso de licenciamiento. A ello se sumará la conformación del Viceministerio de Educación Superior aprobado por el gobierno anterior. El objetivo es que se consolide el retorno del Estado al centro de las políticas de educación universitaria y, desde luego, se espera que desde ahí se materialice la modernización de las universidades públicas y de todo el sistema.
Los detractores de las reformas en el Congreso no lo han entendido así. En mayo de 2022, en nombre de la autonomía universitaria, hicieron prevalecer los intereses privados de muchos empresarios de la educación y de un sector de autoridades de universidades públicas, aprobando una norma que dinamita los avances logrados por el proceso de licenciamiento, modifica la composición del consejo directivo de la Sunedu que condujo ese proceso, para incluir representantes de las universidades públicas y privadas, retornando así a un modelo que saboteó toda voluntad de regulación desde dentro. Y, peor aún, la norma socava el papel del Ministerio de Educación como ente rector de las políticas de educación universitaria.
El presidente Castillo y su gabinete luego de un tenso silencio, finalmente observaron la ley aprobada por el Congreso. Después del escándalo del plagio dejar pasar la norma hubiera minado más todavía la popularidad del presidente; porque un importante número de autoridades, docentes y estudiantes de universidades públicas y privadas licenciadas han respaldado los avances de la reforma y rechazaron la norma aprobada por el Congreso que atenta contra ella. Lo propio hicieron varios ministros de educación de gobiernos anteriores, y desde la sociedad civil se inició la recolección de firmas para solicitar la inconstitucionalidad de la norma congresal. Queda esperar la respuesta de los parlamentarios, tan desacreditados ahora como el propio presidente.
Quizá contemos un día con un sistema universitario eficientemente regulado, con altos estándares de calidad, donde todas las tesis serán el resultado de un trabajo académico serio, de estudiantes adecuadamente entrenados para cumplir con la tarea, y con una institución que les abre sus puertas, los acompaña e incentiva. Pero no estamos seguros cuanto tiempo tomará eso. Mientras ese dilema se resuelve, la agenda de la vacancia presidencial con sabor a golpe no se detiene. Si cae Castillo por culpas propias y por la estratagema fraguada desde la oposición parlamentaria, es muy probable que la contrarreforma universitaria se imponga para que retorne el reino del plagio y de las tesis fabricadas.