El pasado 6 de junio, las peruanas y los peruanos fuimos a votar en la que sabíamos de antemano sería una jornada polarizada. Dadas las posturas radicalmente distintas de los postulantes y las diferencias en aquello que representaban, lo que estaba en juego era mucho más que la disputa entre dos candidatos. La mayor parte del establishment limeño tomó partido de manera activa. El resultado no parece haberles dado la razón. A estas alturas, es un hecho que Pedro Castillo obtuvo más votos que Keiko Fujimori, hecho que se niegan a reconocer. Apelaron (en orden sucesivo) al voto del extranjero, a las actas impugnadas y observadas, a los pedidos de nulidad de actas, y ahora han empezado a sugerir la nueva convocatoria a elecciones, cuando no a coquetear con la idea de un golpe de Estado. Dos elementos son especialmente graves de esto último. Primero, que lo que podrían ser voces minoritarias de un sector radicalizado y antidemocrático están siendo secundadas por medios de comunicación y personajes que se presentaban como democráticos. Segundo, que quienes amenazan el orden democrático lo hacen apelando, paradójicamente, a la democracia, la institucionalidad y el progreso. Revisar algunos hitos de la historia nacional nos pueden dar luces sobre este último punto.
Que el establishment emplee las narrativas de la democracia, institucionalidad e interés nacional para tentar el poder, así no sea por la vía electoral, no debería resultar sorprendente. Ningún golpe o intento antidemocrático se legitima a partir de la represión, la exclusión y la defensa de los intereses de los privilegiados. Lo hace, más bien, en nombre de categorías en apariencia aglutinantes e institucionales. En el Perú, fue así durante el siglo XIX. Cristóbal Aljovín tituló su libro Caudillos y Constituciones, puesto que el inicio de la República no solo se caracterizó por líderes militares dándose golpes de Estado sucesivos, sino que cada golpe se hacía en defensa de la constitución y el interés nacional. Cada nuevo caudillo, una vez que tomaba el poder por la fuerza, enfatizaba la necesidad de mantener el orden constitucional y sacralizaba la defensa de las instituciones, aquellas que trataba de imponer. Aún no había llegado el fútbol ni la camiseta de la selección, pero uno podría imaginar a Agustín Gamarra vistiendo la bicolor mientras intentaba dar un golpe contra De Orbegoso.
En el siglo XX, los golpes militaron adquirieron otro calibre, pero esta legitimación solo cambió de ropaje. Los promotores del golpe de Estado de Oscar Benavides y los partidos de élite contra Billinghurst lo denominaron “reacción constitucional”; Odría reseñaba su golpe militar como una “imperativa misión patriótica” para suprimir aquellos elementos que no hacen sino “delinquir en todas las formas y contra todas las personas e instituciones”; Velasco decía que su golpe de Estado “no fue un golpe militar. Fue el comienzo de una revolución nacionalista”; Fujimori legitimaba el autogolpe del 5 de abril de 1992 en un Congreso que actuaba “sin el menor respeto por las facultades presidenciales consignadas en nuestra Constitución” para conseguir “la reconstrucción, una sociedad próspera y democrática”. Primera lección: los atentados contra la democracia nunca se presentan como tales.
El segundo elemento a abordar nos remite al discurso de la civilización, el progreso y el bienestar general. A lo largo de esta elección, hemos presenciado un discurso paternalista que buscaba “demostrar” y “convencer” que solo ciertas candidaturas eran sensatas. Desde los anuncios atosigantes de un grupo autodenominado “defensores de la inversión” hasta los parcializados paneles de invitados en medios de comunicación, el discurso imperante indicaba que había un modo correcto y racional de votar. Y la mayoría de gente –mayoría ajustada, pero mayoría al fin– votó por la otra opción. El establishment lo atribuye a la manipulación de los electores y el fraude a escala nacional, cuando no a la abierta “incultura” de los Otros. Lo que les molesta en el fondo es la “la soberanía del número”.
Hay eventos vergonzosos de la historia nacional que no se abordan con el detalle que merecerían. Uno de ellos es que, legitimándose en la defensa de un voto “ilustrado”, se le negó hasta 1980 el voto a la población que no sabía leer y escribir. Lo que se buscaba era limitar el voto de la población indígena y campesina. Bartolomé Herrera fue el principal vocero de esta causa a mediados del siglo XIX, señalando que la población indígena no estaba facultada para votar dado que “tienen menos razón y voluntad propia que las mujeres y los niños civilizados”. Con la exclusión del “voto analfabeto” en 1895, más del 80% de la población de Apurímac, Huancavelica y Ayacucho –aquellos departamentos donde Perú Libre ganó de manera arrolladora y donde ahora quieren anular actas– quedaba desprovista de su derecho al voto. En los debates de la Asamblea Constituyente de 1978-79 donde finalmente se aprobaría el voto universal, varios asambleístas proponían mantener esta restricción y solo incluir de manera progresiva –a medida que se “instruyan”– a la población analfabeta. En todos estos casos, el discurso de la civilización y el progreso sirvió para disimular los ánimos excluyentes y discriminatorios del establishment. Segunda lección: a sectores representativos del establishment la idea de un ciudadano-un voto les produce escozor y desprecio.
De manera recurrente, la población evidencia en las urnas sus deseos de cambio. El establishment y el privilegio optan por ignorar estas demandas o atribuirlas a un enemigo externo imaginario cuando no a algún fantasma del pasado que amenaza con volver. Se presentan como los defensores del progreso y la modernidad, pero usan discursos anquilosados y premodernos. Usan la camiseta nacional, pero añoran los tiempos en los que ser blanco, urbano y con acceso a la educación los hacía acreedores a un estatus distintivo. Se autodenominan demócratas, pero anhelan una democracia tutelada en la que sus intereses y motivaciones se impongan a los votos, por lo legal o por la fuerza. Se dicen neutrales (en contra de una ideología totalitaria), pero no dudan en poner en riesgo las instituciones y, sobre todo, las vidas de las ciudadanas y ciudadanos del país en aras de defender y avanzar su propio proyecto ideológico. Son, sin duda, una vergüenza, pero quizá ni siquiera eso. Son, más bien, el remedo y último ejemplar de una vergüenza histórica y añeja.