Foto: USI
Hace algunos días, unas desatinadas declaraciones de Carlos Bruce coparon los principales titulares de la prensa local. En ellas, el congresista afirmaba que el presidente Martín Vizcarra fue elegido como parte de la plancha presidencial de Pedro Pablo Kuczynski en el 2016 porque “había demasiados blancos” y necesitaba un “provinciano” en dicha candidatura. Más allá del debate generado a raíz de estos comentarios, este no es un hecho que nos resulte ajeno ni con el que estemos poco familiarizados. Las situaciones de racismo y discriminación son pan de cada día en nuestro país y es muy probable que incluso nosotros mismos hayamos experimentado el rechazo en carne propia por alguna característica en particular, desde el color de nuestra piel hasta nuestra forma de hablar.
La encuesta del IEP de febrero del 2019 nos muestra algunos resultados interesantes vinculados a este tema tan controversial. Cuando se le preguntó a los encuestados si alguna vez en su vida se habían sentido discriminados, un 33% respondió de manera afirmativa. Es decir, que 1 de cada 3 peruanos ha sido víctima de discriminación por al menos uno de estos motivos: color de piel, clase social, sexo, peso u orientación sexual. Una cifra que de por sí nos habla de una sociedad muy prejuiciosa, entendiendo el prejuicio como una actitud principalmente negativa hacia los integrantes de algún grupo social. En esa línea, los miembros de un colectivo específico desagradan únicamente por su pertenencia a dicho grupo social. El prejuicio sienta así las bases para la discriminación, que implica la adopción de comportamientos negativos dirigidos hacia los integrantes de grupos sociales que son víctimas de prejuicio.
¿Y quiénes son estas víctimas de prejuicio en nuestro país? ¿Podemos sintetizarlo en una ecuación de vulnerabilidad? Los resultados obtenidos a nivel nacional revelan que quienes han experimentado con mayor fuerza la discriminación se encuentran principalmente entre las personas de los niveles socioeconómicos más bajos (la cifra llega a 37% en el NSE D/E), entre las mujeres (38%, a diferencia del 29% en hombres) y entre aquellos con un nivel educativo básico (37%, versus el 27% en el grupo con educación superior). En síntesis, ser pobre, ser mujer y tener menor acceso a educación son fuentes importantes de discriminación. Ya en estudios anteriores, como el de LAPOP, se ha encontrado que en Perú la presencia de actitudes discriminatorias es más alta que en los países vecinos, y que incluso entre personas con las mismas habilidades y un nivel de instrucción similar, se realizan pagos diferenciados y se accede a menos oportunidades laborales solo por el hecho de ser mujer o pertenecer a un grupo étnico marginado. Una realidad difícil de cambiar en el corto plazo, pero de la que hay tener plena conciencia para diseñar estrategias e implementar políticas públicas que contribuyan a la lucha contra la discriminación en todas sus formas.
Otro dato igual de importante tiene que ver con cuál es el motivo principal de discriminación en nuestro país. Los encuestados señalaron en primer lugar la clase social (21%), seguido por el peso (18%) y el color de piel (13%). En menor medida, se mencionan el sexo (7%) y la orientación sexual (4%). Que el primer lugar lo ocupe la clase social no debe sorprender a nadie: el Perú es un país clasista desde siempre. Pero que el segundo motivo que más haya sido mencionado sea el peso, especialmente en mujeres (24%), da cuenta de una sociedad en la que cada vez se valora más la apariencia y el encajar en un modelo de belleza particular, en donde estar con sobrepeso representa no solo un problema de salud física sino también emocional.
En general, recordemos que cuando las personas son víctimas de discriminación, y principalmente de racismo, sufren una pérdida de su confianza y su autoestima. Viven sintiéndose menos que el resto y aprenden a no amarse a sí mismos. Los rezagos pueden durar toda la vida y causar inmenso dolor dependiendo de la gravedad del caso, como ha podido verse en estudios previos. Por ello es importante reflexionar a partir de estos resultados y entender la necesidad de fomentar una cultura más inclusiva, en la que tanto la escuela como el hogar, sean espacios socializadores que luchen activamente contra la discriminación y sus consecuencias. Apuntemos a educar en igualdad y a enseñar que el respeto a las diferencias nos hará un país más integrado, menos violento y con ciudadanos que valoren plenamente su diversidad.