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En julio de 2019 se inicia el cuarto año del Ejecutivo que votamos en junio de 2016. Si bien el intento de vacancia de 2018 llevó a un cambio inesperado en la jefatura del Estado, la cercanía de las elecciones generales de 2021 hará más evidente una evaluación de conjunto al período 2016-2021. Más aún, si la propuesta de reforma política del Ejecutivo es finalmente aprobada con la inclusión de las primarias obligatorias, 2020 será un año de movilización política intensa.
Si bien los últimos años de gestión de los gobiernos peruanos suelen virar la atención fuera del Ejecutivo y enfocarla más en los candidatos de la futura elección, la particular dinámica gobierno-oposición que se generó desde 2016 y la posibilidad de primarias obligatorias que movilicen a grupos politizados, probablemente lleve a la generación de un discurso polarizador donde -tanto o más que los candidatos de 2021- el gobierno sea el enemigo por confrontar. En otras palabras, mientras que en 2004, 2009 y 2014, había gobiernos débiles en un escenario de altas ambiciones políticas de los partidos presentes en el Congreso, el panorama en 2019 nos muestra un gobierno bien posicionado en la opinión pública, y más bien con partidos en el Congreso enfrentando un escenario de incertidumbre sobre su futuro. Los grupos conservadores antiliberales particularmente asumirán la vocería de confrontar al gobierno hasta 2021.
Los cuartos años de las presidencias suelen ser muy malos, particularmente para la figura del presidente. Como señalaba, tradicionalmente ha sido el último año donde las miradas estaban efectivamente puestas en el gobierno. Para Fujimori, 1998 fue año de crisis económica y deslegitimación posterior a la defenestración del Tribunal Constitucional y el voto negativo en el Congreso para permitir un referendo sobre su segunda reelección. Para Toledo, 2004 fue el año de los pedidos de vacancia desde la oposición en el Congreso (maniobra finalmente abortada por el APRA) y la asonada de Antauro Humala en Andahuaylas en año nuevo de 2005. Para García, 2009 inició con las secuelas del Baguazo y el enclaustramiento del presidente alrededor de su grupo tecnocrático más cercano (a costa de su partido). Y para Humala 2014 fue el año de Belaúnde Lossio, la renuncia masiva de sus congresistas y la autodestrucción de su partido como fuerza política. En todos los casos, la popularidad de los presidentes era muy baja, menos del 10% en el caso de Toledo y poco más en el caso de Humala y García.
Todas estas presidencias tuvieron en común la falta de interés del presidente por darle mayores ambiciones a los últimos años de su gestión. El caso de Fujimori fue una excepción: la captura del Estado por Montesinos y la corrupción del régimen en general explican en buena medida el inmovilismo del presidente durante su segunda presidencia (algo similar a lo que ocurre con Maduro en Venezuela hoy). En los demás casos de Toledo, García y Humala sí fue muy notoria la pérdida de interés en la política: se dedicaron a administrar el Estado en sentido estricto y a dinamitar internamente lo que quedaba del proyecto político con el que ganaron originalmente la Presidencia. Más aún, en el caso de Toledo y García, empezaron a poner las esperanzas en la subsiguiente elección, a sabiendas de la debacle electoral inmediata.
Este año, el eventual desgaste del Ejecutivo estará muy condicionado por la confrontación con el Congreso; que puede llegar al paroxismo si se aprueban las reformas políticas “desnaturalizando su esencia”, lo que podría dar pie al gobierno a convocar a una posible elección parlamentaria en los próximos meses. En un escenario inédito, incluso para estándares de la política peruana, los dos últimos años de gobierno serían “super electorales” (si cabe el término) en plena crisis de los partidos contemporáneos más importantes.