(Ponencia presentada al seminario Las promesas de la república peruana, agosto de 2021, a partir del artículo de Maruja Barrig y Cecilia Blondet, “La casa, la escuela y la política. Notas sobre la mujer y el bicentenario”, en el libro La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana (Lima: IEP, 2021).
Colegas, quiero primero agradecer a Natalia y Ricardo, los organizadores del libro La promesa incumplida, a Raúl por el excelente trabajo de edición y a Rolando y equipo por este seminario.
Este ensayo sobre las mujeres para la edición del Bicentenario tiene tres referentes que se entrelazan. El primero es la educación. Si se leen con atención las propuestas de las intelectuales peruanas de fines del XIX y el umbral del XX, la educación de las mujeres parece ser concebido como un derecho que abre el acceso a otros derechos, como su autonomía económica, por ejemplo. Dicho en otras palabras, la consideraban no tanto como un fin en sí mismo, sino como un medio para evitar caer en lo que denominaron “prostitución legalizada”: el casamiento sin amor.
El segundo referente es el ejercicio del derecho al sufragio de las mujeres, una historia que va en paralelo al derecho al sufragio indígena. En el corazón del debate estuvo la igualdad jurídica, con argumentos semejantes a los que se esgrimieron para negarles el voto a las mujeres, siendo su falta de educación el principal de todos. La necesidad de tutelar a las mujeres en las discusiones sobre su derecho a elegir y ser elegidas ha sido recurrente desde fines del siglo XIX hasta los constituyentes de 1932: la mujer no está informada, su mundo es el hogar y no las vicisitudes de la política.
Y la tercera línea argumental alude a la participación política como derecho ejercido por las mujeres en espacios colectivos que refieren a lo privado y a la vida cotidiana. Teóricas feministas han iluminado evidencias para ubicar la acción pública de las mujeres a partir de la naturalización de su vida doméstica. Así, ésta y sobre todo la alimentación de la familia se constituyen en un campo de actuación política.
En esta tercera perspectiva, se pretende trazar la línea de continuidad de la presencia protagónica de las mujeres en la lucha por la subsistencia, desde la rabona y su rol en la Guerra del Pacífico, incluyendo a las mujeres que constituyeron el Comité Femenino Pro–Abaratamiento de las Subsistencias en 1919 e incluso previamente, en su presencia como trabajadoras del mercado en la huelga de los sindicatos del Huacho en 1917. Este trazo no se detiene, al contrario, se muestra como un ejemplo de resistencia en el surgimiento de los comedores populares a fines de los años 1970 y la visibilización de un eje de acción pública a partir de la alimentación. No es casual que el papel jugado por las organizaciones femeninas populares estuviera bajo asedio durante el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) que intentó cooptarlas y que, al mismo tiempo, fueran blanco de los ataques del PCP-Sendero Luminoso.
No sería entonces solo la representación política y el acceso a cargos públicos los que definen la identidad ciudadana de las mujeres, sino que al ampliar la esfera de la vida cotidiana revestimos de significado político los espacios privados y naturalizados como femeninos (Çela, 2015).
Para responder al título del seminario, me voy a centrar en una parte de nuestro artículo que cuenta la situación de las mujeres pobres a mediados de la década pasada y de ahí en adelante, cómo van desarrollando su proceso de ciudadanización.
El Perú de la postguerra, a mediados del siglo XX era un país eminentemente rural y poco educado. El 35% de la población vivía en áreas urbanas y el 65% en el campo. Las mujeres, de acuerdo al censo de 1940 eran mayoritariamente analfabetas. Tenían menos de 2 años de estudio (1.4) y solo el 0.3% había cursado estudios superiores. La tasa global de fecundidad era de 5.8 y la esperanza de vida era tan solo 41.3 años.
Si esa fue la fotografía del Perú en 1940, en las décadas siguientes ocurrió el gran cambio que transformaría la fisonomía y la vida de la sociedad peruana.
Entre 1950 y 1970 la población se duplicó y las ciudades crecieron de manera exponencial debido al descenso de la mortalidad infantil (el descubrimiento de los antibióticos, bactericidas y muchas de las vacunas), y al empobrecimiento del campo.
En 30 años el Perú rural expulsó hacia las ciudades a más del 20% de su población (Héctor Martínez). Las principales ciudades de la costa y especialmente la capital, triplicaron sus habitantes, y este desplazamiento, que demandó la ampliación de servicios de educación, salud, vivienda y trabajo, contribuyó a acelerar un proceso de crecimiento del Estado iniciado décadas atrás con el gobierno del general Benavides, pero que recibió un notable impulso modernizador durante el gobierno de Odría (1948- 1956).
Fueron años de grandes cambios que trajeron consigo una serie de oportunidades para la población, especialmente la femenina.
El Ochenio del Presidente Odría, aprovechando la coyuntura internacional por la guerra de Corea, favorable a nuestras exportaciones, impulsó la construcción de carreteras y edificios, hospitales, escuelas, hoteles y colegios secundarios en todo el país. Contó con los recursos para desarrollar un eficiente asistencialismo y otorgó el derecho al voto a las mujeres alfabetas.
Era un presidente que sabía llevar su presidencia. Primero, que había trabajo; segundo, que le dio la libreta electoral a la mujer, y ahí ya fue cómo la mujer sigue teniendo un poco mas de mando en su persona. (Degregori, Blondet y Lynch, 1986)
Para las mujeres de clase media el proceso de modernización y el crecimiento de las ciudades les abrió su horizonte de trabajo. Gracias a la ampliación del aparato del Estado, muchas mujeres se hicieron profesionales y salieron al mercado de trabajo en otra condición que costureras.
Los nuevos hospitales necesitaron de enfermeras y personal médico. La enseñanza de carreras como enfermería y obstetricia recibieron un impulso para su reglamentación y formalización (1948) y se crearon nuevas escuelas para atender la demanda del Estado. Lo mismo ocurrió con las maestras y el personal docente para atender las escuelas públicas y las novísimas Grandes Unidades Escolares (GUE) que se crearon en todo el país.
La otra cara de la época fue el progresivo empobrecimiento rural que motivó el masivo éxodo de la migración popular. Sin educación, sin dinero y sin mirar atrás como dice la canción, hombres y mujeres salieron de sus pueblos para buscar las nuevas oportunidades que ofrecían las ciudades.
Lima se ofrecía plena de oportunidades.
Así, en un proceso de urbanización popular precario y desordenado que se inicia en los años 50 (Collier) y no para jamás, surgieron las barriadas. Los migrantes se fueron instalando donde y como pudieron. Invadieron las laderas de los cerros (El Agustino, Comas); los cauces secos de los ríos (San Martín de Porras, independencia); y las pampas y arenales (San Juan de Lurigancho, Pamplona, Villa María del Triunfo y Villa El Salvador) que rodean la ciudad.
Las mujeres migrantes que se atrevieron a salir de su pueblo llegaron solas a Lima. La vieja Lima de la Perricholi y de los callejones que comenzaba a transformarse en la nueva Lima de chacalón y su combo. Quedaron deslumbradas y aterradas a la vez por su audacia.
Algunas recalaron en la casa de los hermanos mayores, pero por poco tiempo porque tampoco había mucho sitio y tiempo para recostarse.
Otras llegaron a las familias de los padrinos encargadas por sus padres con la promesa de hacerlas estudiar, y otras muchas, llegaron solas a vérselas por su cuenta y riesgo.
Si los hombres tuvieron oportunidades de trabajo, en el caso de las mujeres, por su escasa calificación y la realidad del mercado de trabajo en la Lima de los 50 y 60, la mayoría confluyó en la misma ruta, la de las sirvientas “cama adentro” para asegurarse una cama y comida en el cuarto de servicio a cambio de trabajo. Quedaron así a merced de sus patrones que fueron en muchos casos, el primer soporte para gestionarse en la ciudad.
Las que tuvieron suerte se encontraron con unos patrones “buenos”. En un extremo, hubo las hicieron una vida como ahijada o allegada, criaron a las hijas de los señores como si fueran suyas y renunciaron a la vida propia. Otras lograron el sueño de salir de blanco de casa de los señores y, haciéndolos padrinos, se lanzaron a la vida propia.
Pero en el otro extremo, a la mayoría, desgraciadamente, la mala suerte las persiguió. Fueron de casa en casa, acosadas, engañadas, y explotadas. Eran mujeres jóvenes, solas, sin protección familiar, sin educación y en muchos casos sin saber siquiera el idioma, lo que las hizo extremadamente vulnerables a múltiples opresiones.
Pero claro, no estaban para rendirse. No les faltó un día de salida para encontrarse a un policía, un soldado de franco, al obrero de la construcción de a lado o al hijo del panadero para conversar y descubrir la otra dimensión de la vida en la ciudad.
Y así padrinos y patrones quedaron atrás y en la ruta de inserción necesitaron construir lo suyo, una familia. Con engaños o promesas se embarazaron y pusieron en ese hijo la fuerza y el sentido que necesitaban para seguir adelante. Contra todos los consejos, se aferraron a la maternidad. No vieron la dificultad sino la oportunidad de tener algo propio, de ellas. Por y con el hijo trabajaron, invadieron un lote, se emparejaron y con esfuerzo se instalaron en la Lima de sus sueños y pesadillas y arrancaron una nueva ilusión o un delirio más: ser las reinas de su hogar, como decía la publicidad del día de la madre.
Por esta misma época, la señora María Delgado de Odría organizó los primeros clubes de madres. Junto a su esposo, la primera dama del Perú durante el gobierno del presidente Manuel Odría (1948-1956) se dedicó activamente al asistencialismo y a la caza de votantes para su partido, el Odriísmo. En 1951 fundó la Central de Asistencia Social, institución dedicada a la caridad y a la ayuda a la madre y el niño desposeído (Collier, 1978).
Y la Iglesia católica a través de la Misión de Lima inicia también su obra social en las barriadas de la capital. Gracias a los víveres y medicinas donados por CARITAS, las mujeres de las clases altas encontraron un canal para “hacer obra”. Una o dos tardes por semana acudían las damas limeñas a los barrios pobres para organizar clubes de madres, donde las pobladoras se reunían para tejer, coser, hacer manualidades y recibir las donaciones (Blondet y Montero, 1995).
A estas iniciales experiencias de organización femenina en los barrios populares se sumaron la lucha por los servicios básicos y años después el apoyo al magisterio nacional SUTEP que a fines de los 70 organizó una serie de movilizaciones y tomas de colegios para reclamar mejores salarios. Las mujeres, interesadas en la educación de sus hijos, se solidarizaron preparando las ollas comunes para alimentar a los huelguistas y sus familias.
En el futuro, todas estas experiencias, junto a los clubes de madres organizados por las iglesias protestantes y católica, sentarían las bases del fenómeno de organización femenina para la alimentación: los Comedores Populares y los Comités del Vaso de Leche.
En 1978, ante las incipientes manifestaciones de la crisis económica surgieron los primeros comedores. La gran novedad fue que, a diferencia de los clubes de madres que recibían alimentos en crudo, las mujeres de los comedores se organizaron en grupos de 15 a 20 mujeres para comprar y cocinar juntas cada día. Y ese cambio de crudo a cocido fue muy importante para trastocar la vida de las mujeres populares.
Pronto aparecieron las Cocinas de Violeta, le siguieron los comedores del gobierno aprista mientras de manera paralela se incrementaban los comedores autogestionarios impulsados por católicas progresistas, y por ONGDs feministas que incrementaron sus programas dirigidos a las mujeres en los barrios populares apoyados por la cooperación internacional.
Se da el siguiente paso en la ruta de las mujeres migrantes. A los contactos del patrón y del padrino, a la familia y el lote propio se sumaría esta tercera columna que fue la organización popular y la organización femenina.
Las organizaciones por la subsistencia se multiplicaron llegando a ser verdaderas escuelas de formación ciudadana para miles de mujeres migrantes. Los comedores fueron el motivo para salir de su casa y aprender oficios, relacionarse con las autoridades al mismo tiempo que contribuían a aliviar el hambre de sus familias con la cocina colectiva.
Entre 1982 y 1984 los comedores pasaron de 236 a 523 (CARE Perú, 1990) pero en los años siguientes, la incontenible crisis económica, obligó al gobierno de Alan García a aplicar las primeras medidas de ajuste y los comedores populares llegaron a los 3,000 entre 1988 1990. (Blondet y Montero, 1995)
A la par de esta experiencia, en 1983, desde la alcaldía de Lima Metropolitana, se impulsó el programa del Vaso de Leche, para el reparto comunitario de leche entre los niños y madres gestantes y lactantes.
Agosto de 1990 es una fecha que recuerdan con pavor las mujeres.
El paquetazo, como se llamó al más severo ajuste estructural que aplicó el gobierno de Fujimori, terminó por arruinar la armonía democrática de los comedores. Sin apoyo estatal, el trabajo gratuito y solidario de las mujeres fue indispensable para tender una eficiente red de sobrevivencia. Se multiplicaron las Ollas Comunes y se amplió la demanda de comida de los comedores.
En 1995, el vaso de leche, los clubes de madres y los comedores populares agrupaban más de un millón y medio de integrantes con cuyo trabajo voluntario se beneficiaban cerca de seis millones de personas: un 25% de la población nacional en el año 1995. Se calcula que, en dicho año, el número de horas de trabajo voluntario ascendió a 284.616.875 horas y su contribución a la economía representó cerca de 80 millones de dólares (Cueva y Millán 2002). Junto con su acción por la subsistencia, en la profunda crisis de fines de los años ochenta, las organizaciones femeninas populares fueron escuelas de formación ciudadana para miles de mujeres: “Juntas somos fuertes” fue su bandera.
Con las primeras medidas de ajuste, la democracia interna en los comedores, con alternancia en el liderazgo, rotación en los roles de compra, producción y distribución de las raciones, donde las decisiones se adoptaban en asambleas, crujió. Los alimentos se redujeron y concentraron, crecieron las diferencias y conflictos entre las dirigencias y las bases, y entre las distintas organizaciones.
En esa misma época, desde fines de los 80 los senderistas voltearon su mirada hacia Lima.
Calificadas como “colchón de la crisis”, las mujeres organizadas en comedores comunales fueron blanco de los ataques del PCP-Sendero Luminoso en la medida en que la supervivencia en los barrios no alentaba la revolución que los militantes senderistas apremiaban.
La decisión fue combatirlas de todas las formas posibles. Se les infiltró, usaron las armas del miedo, de la desconfianza y el chantaje y agudizaron los conflictos entre las dirigentas y sus bases.
No fue difícil generar dudas entre las socias y las vecinas.
Y entre 1990 y 1993 murieron por acción terrorista 11 mujeres dirigentas. Así fue que mataron a María Elena Moyano en febrero de 1992, dinamitando su cuerpo para no dejar rastro.
Y como en el gobierno de Odría, 50 años después, Fujimori con la asesoría de Montesinos se lanzó a la re-reelección y se dio cuenta que las mujeres serían una importante base de apoyo. Las convocó, las animó a participar y las pretendió comprar con regalos y víveres demás. Muchas de ellas jugaron el juego.
30 años después de iniciada la experiencia de la organización femenina popular por la alimentación, las mujeres organizadas habían sido convocadas por el gobierno de Fujimori para apoyar la campaña por la reelección. Las dudas sobre si aceptar a cambio de víveres y regalos o de amenazas de ser expulsadas del padrón las hicieron en muchos casos conciliar con el dictador. Clientelismo, oportunismo y necesidad se amalgamaron y llevaron a muchas dirigentas a participar en las elecciones con sus bases o como candidatas.
Después de todo, solo el 20% de las presidentas de comedores tenía secundaria completa, oscilaban entre los 36 y 56 años de edad, eran madres, fundadoras de un comedor popular y más del 60% eran migrantes. Cómo desperdiciar esa oferta cuando habían llegado hasta ese punto precisamente, aprovechando las oportunidades de la vida.
Incluso sectores del movimiento feminista justificaron su aquiescencia con el fujimorismo porque se habían logrado mecanismos importantes para impulsar los derechos de las mujeres. El Ministerio, las cuotas, el plan de control de natalidad (que luego sería denunciado) y la legislación contra la violencia a la mujer, entre otros, eran trofeos valiosos.
Dictadura sí, pero si las mujeres avanzamos en nuestros derechos lo aceptamos y agradecemos. Una posición ambigua y cuestionable que llevo a polémicas y rupturas entre las organizaciones de mujeres.
Con el régimen de transición las organizaciones femeninas recuperaron vitalidad. Solo en Lima metropolitana, en el 2002, se registraron 5 mil comedores, con más de 100 mil mujeres como socias activas, que producían 480 mil raciones diarias.
Suponiendo que una ración alimenta a una sola persona, se producía comida diaria para cerca del 6% de la población de Lima, cuando el 60% eran considerados pobres y el 40% restante eran no pobres pero muy cercanos a la línea de pobreza. (Cucharas en Alto, 2003).
Semanas antes de que eclosionara la pandemia de la COVID-19, en marzo de 2020, se pensaba que la organización por la alimentación languidecía porque 40 años después las oportunidades para las mujeres pobres se habían multiplicado y a las hijas y nietas ya no les interesaba la cocina comunal. Sin embargo, nuevas mujeres migrantes llegaron sin opciones, formaron familias precarias, poblaron los cerros y desiertos y comenzó nuevamente la historia de la pobreza y la precariedad de las mujeres populares.
Con la emergencia sanitaria las ollas comunes han resurgido en los barrios populares, ante la urgencia del desempleo y la enfermedad. Según la Municipalidad de Lima, hasta fines de septiembre 2020 se habían registrado 622 ollas comunes en 29 distritos que ayudaban a alimentar a más de 70 mil ciudadanos.[1] El campo de la acción pública de las mujeres por la alimentación se mantiene en línea de continuidad en estos doscientos años.
Por si fuera poco y para terminar, a pesar de haberles contado solo el recorrido de las migrantes en Lima, la situación de las hijas, las nietas, las vecinas y las jóvenes migrantes sigue siendo vulnerable.
Doscientos años no han sido suficientes para remontar el desprecio por la vida de las mujeres: diez mueren al mes a manos de sus parejas o ex – parejas, según informe del Ministerio Público del año 2018. Cada hora que el Perú celebrará su Bicentenario serán reportadas 18 denuncias de violencia contra la mujer y también, cada hora, tres por violencia sexual, una mayoría de ellas, contra menores de edad.
Las peruanas se esforzaron. Estudiaron, fueron a la universidad y entraron a la academia. Fueron visibles en cotos cerrados para ellas: los Tribunales y las Fuerzas Armadas. Y, una vez ahí, llegaron a los puestos más altos, incluso superando a sus pares varones.
Caminaron hacia las direcciones de las empresas públicas y privadas. Pero el costo de su empeño ha sido una reacción conservadora que les ordena volver a la casa, parir hijos y cuidar de su familia, con argumentos semejantes a los esgrimidos hace cien o doscientos años.
No deja de ser irónico que el 85% de los feminicidios ocurran dentro de la casa y que seis de cada diez violaciones sexuales se registren también en su interior, siendo un alto porcentaje de ellas cometidas por un familiar si la víctima es menor de edad. La casa se convierte en un lugar inseguro, y los lazos familiares susceptibles de sospecha.
En el año 2020, a pocos meses de las celebraciones por los doscientos años, 1155 niñas entre 11 y 14 años se convertían en madres. Embarazos que suelen ser la consecuencia de una violación y que deben llevar a su término pues el Perú del Bicentenario les niega la posibilidad de interrumpir un embarazo no deseado, la más clara evidencia de que las mujeres no controlan ni siquiera sus propios cuerpos.
Con alarma, los medios de comunicación informaban que desde el inicio de la pandemia por Covid – 19, el número de niñas menores de diez años que se convirtieron en madres, se triplicó.
La pandemia, que arrasó la ilusión de un país en crecimiento e iluminó las brechas persistentes entre peruanos, señaló también la ruta desmoronada del empleo femenino, el que más sufrió por estar en sectores sensibles como los servicios, el comercio y la informalidad. Se incrementaron las horas para el cuidado de la familia y los niños, y la atención a la cocina para una comunidad desprovista.
Así nos encuentra el Bicentenario a las peruanas.
[1] Ver: <https://saludconlupa.com/noticias/el-auxilio-de-las-ollas-comunitarias-la-lucha-de-cientos-de-mujeres-contra-el-hambre-en-la-pandemia/>.