Somos una formidable tarea inconclusa. Debe haber algo que permita
pensar el contorno preciso del vacío ¿qué forma tiene lo que nos falta?
Beatriz Sarlo- 2010.
El descenso de la aprobación al presidente Vizcarra define una tendencia a la baja y lo sitúa en la rutina de lo que ha ocurrido con los anteriores gobernantes. En los días previos y posteriores al referéndum del 9 de diciembre del 2018 Vizcarra podía pensar que estaba escapando de aquella tendencia, algo que para sus predecesores aparecía como un destino inexorable o bien se daban cuenta de ello cuando ya era demasiado tarde. Vizcarra estaba tomando iniciativas de reforma política y en menor grado de reforma del poder judicial; en parte por convicciones, en parte por buscar apoyo ciudadano. Desde una posición que sus asesores o su entorno le deben de haber señalado como segura, Vizcarra podía asistir a la debacle de la clase política por las acusaciones de corrupción extendida.
Ha surgido, como era previsible, una suerte de consenso entre quienes tratan de interpretar la política (y difusamente también desde la sociedad), donde se espera y exige del presidente en que sin dejar de persistir en la agenda de reformas , debe intervenir activamente en lo económico y lo social, profundizando una orientación o bien cambiándola. En uno o en otro caso, mucho más que sus sigilosas acciones actuales. Sabemos que el tiempo de fijar orientaciones va a suscitar controversias, lo que bien visto le puede dar un sello distintivo a su gestión. Parece mejor que las opiniones dichas al paso, apresadas por lo que sucede en el día a día, que conducen al presidente a un apresurado desgaste. Si Vizcarra define un horizonte previsible hasta el fin de su mandato, daría un principio de orden, que quizás ayudaría a organizar, en parte, al conjunto de organizaciones políticas, mientras es inevitable proseguir con la necesaria crónica de historias judiciales. Sabríamos también algo más acerca del propio gobernante.
Cuenta para ello con ambiguas ventajas, unas que vienen de tiempo atrás, otras que se han precipitado desde el momento que asume el poder. Los controles y balances de nuestro sistema han perdido credibilidad, por las características que ha tomado en nuestro país el caso de un gobierno dividido entre el ejecutivo y el congreso. El conjunto de partidos, en mayor o menor medida, desde el compartido descrédito ciudadano, han perdido capacidad de negociación, y si insisten en presionar pueden llevarlos a un mayor aislamiento. A cuentagotas parecen ir entendiéndolo mientras se les van escapando personajes de sus filas por variados propósitos y acechanzas. Al no existir un partido de gobierno, Vizcarra no está sometido a culturas políticas o ideas compartidas, a intereses particularistas de una organización y ni siquiera a lealtades a las que hay que corresponder.
Los gabinetes no necesitan ser negociados, intentarlo no evitaría eventuales instancias de confrontación y en todo caso se sabe de antemano que se intenta que lo compongan una mayoría de técnicos y unos pocos políticos. Acaso la diferencia radique en que en este nuevo gabinete los proclamados expertos no han tenido (a diferencia de sus antecesores) prolongadas trayectorias en el sector privado. Estos últimos entienden que sus saberes les permiten transitar a su criterio en distintos ámbitos del Estado dando por descontado que una racionalidad poco flexible y unos pocos lineamientos matrices les permitirán desempeñarse con acierto, cualquiera sea la singularidad de los problemas que se tienen que afrontar. Imaginan tener las llaves a su disposición, suponen que no se necesitan demasiadas. A diferencia de lo anteriormente ocurrido, la mayoría de los nuevos ministros y ministras han estado por años al interior de la organización del Estado, tienen mayor experiencia sobre estilos de gestión y acerca de probables trabas. Queda la pregunta abierta sobre su capacidad y disposición de innovar o la aprensión que les podría provocar asumir este comportamiento.
En otro plano, la no reelección de congresistas y el tiempo que va corriendo en su contra, y con frecuencia inminentes acusaciones judiciales, obligará a repliegues más o menos ordenados ,desconciertos por buscar una nueva posición , elecciones de lo que se puede salvar ante un naufragio que ya no los puede tomar por sorpresa.
Vizcarra parece estar convencido de las ventajas de una política de libre mercado que al naturalizarse desde distintos gobiernos (por la falta de alternativas bien elaboradas desde el centro izquierda y la izquierda), se vuelve sentido común y al no exponerse a debate va perdiendo densidad. Ingresa por caminos trillados afectando la calidad de la democracia, por lo limitado de su dimensión pluralista.
En Vizcarra se asiste a la extraña conjunción de un liderazgo de baja intensidad que sin embargo podría establecer una agenda. Las iniciativas no despegan, por ejemplo, las alternativas para resolver conflictos, cambios en las políticas tributarias, inversión en personal e infraestructura, líneas de trabajo en salud y educación, compromiso ordenado de gastos, claridad en las prioridades a seguir en los sectores, y el ajuste de las reformas necesarias para hacer eficaz las tareas de reconstrucción. Por supuesto estas y otras líneas pueden provocar conflictos. Vizcarra debiera saber que su tarea es institucionalizar estos conflictos tanto como se pueda, estableciendo normas, pautas políticas y mapas cognitivos. No sabemos si no lo logra por sus limitaciones, sus temores o un optimismo acerca de lo que está haciendo que va perdiendo sus asideros.
[1] El título del artículo remeda el de Raymond Carver “De qué hablamos cuando hablamos de amor”