Actualizado el 05/10/2021 02:03p.m.
Hace poco se aprobó la Ley 31335, que modifica el régimen de cooperativas, como parte de un conjunto de reformas que se agrupan bajo el rótulo de segunda reforma agraria (SRA). Esta ley es un paso importante que se hizo esperar demasiado tiempo. Hace tres décadas que tanto cooperativas ya existentes como productores que requieren asociarse esperaban una nueva norma. Es necesario aclarar que esta ley no aborda el antiguo cooperativismo del agro reformado de Velasco, sino a nuevas cooperativas que cargaban con problemas de la antigua ley (por ejemplo, el doble pago del IGV o las limitaciones para la inscripción de nuevas formas de asociatividad). Ahora bien, siendo una norma importante, así como el conjunto de medidas que contempla la SRA, es necesario preguntarnos hacia dónde va esta reforma y qué dimensiones deberían estar más presentes.
En primer lugar, el término reforma agraria tiene una carga simbólica y política inevitable en la medida que remite a profundos cambios en las estructuras de la propiedad y los regímenes de tenencia: unos revivieron sus fantasmas y otros esperaban mayores cambios de fondo.
Cabe acotar, entonces, que el sentido mismo de una reforma agraria es el de un cambio en el régimen agrario: quién tiene la tierra, cómo se accede a ella, cómo se distribuye y cómo se usa. ¿Temas clave? Concentración, desigualdad y fragmentación. Por ello, una SRA tendría que revisar también aspectos de fondo como la concentración de la tierra en manos de corporaciones que tienen más de 10.000 hectáreas, entre otros. Por supuesto, no se trata de “expropiar” —estamos en otro contexto y en otros tiempos—, pero sí de regular. ¿Qué temas necesarios y pendientes quedan para el debate sobre este punto?: límite a la propiedad, mayor regulación para estas grandes corporaciones —que a través del control de la tierra también acaparan el agua y controlan territorios enteros— y condiciones más claras y fuertes para sus regímenes laborales y tributarios. Por ejemplo, Fernando Eguren ha planteado la idea de un impuesto a partir de una concentración de más de 1000 hectáreas. Hablar de reforma agraria, entonces, debería implicar al menos un debate sobre quiénes controlan los activos productivos en un país y a qué costos (sociales y ambientales, para empezar).[1]
Pero lo que está planteando esta SRA es, en realidad, un paquete de medidas organizadas en nueve ejes con el objetivo de fortalecer el agro nacional, dándole una centralidad a la pequeña agricultura y a la agricultura familiar.
Veamos, entonces, como segundo punto, las medidas anunciadas. Estas se centran en la promoción de la asociatividad, la inversión en infraestructura hidráulica, el mayor acceso a financiamiento, asistencia técnica y mejores condiciones para la comercialización, entre otras. Todo ello está muy bien; por años el Estado ha abandonado a la pequeña agricultura y a la agricultura familiar (AF), atendidas -con medidas similares- a través de programas aislados y con bajo impacto en un pequeño sector de productores. Así, aunque necesarias, las medidas propuestas no son muy novedosas, incluso podríamos llamarlas conservadoras. Como ha anotado Laureano del Castillo, son las que se han venido implementando hace años, pero ahora con un alcance mayor y una apuesta política más clara.[2] En todo caso, este último aspecto es el que habría que valorar, más aún en un país en el que la AF ha sido desatendida por décadas por considerarse “poco rentable”. Ahora bien, para que estas medidas sean viables no bastará la voluntad política: se requerirá de una gran capacidad de coordinación y articulación tanto entre sectores del Ejecutivo como entre niveles de gobierno.
En tercer lugar, es necesario discutir acerca de a quiénes se dirigen las medidas de la SRA y cuál es su lógica subyacente. Estas medidas apuntan, principalmente, a pequeños productores y agricultores familiares que ya orientan su producción a mercados. Detrás de ellas está presente la lógica de volver al agro más rentable y competitivo, lo cual es necesario. Sin embargo, debemos considerar que un sector importante de agricultores familiares no tiene las condiciones y los activos productivos suficientes para insertarse de manera adecuada en el mercado. Estos últimos requieren, para empezar, mayor acceso a tierras y a mejores suelos. Estudios como el de Maletta para la FAO (2017) y de Eguren y Pintado (2015),[3] establecen que 87% del total de la AF del país es del tipo “familiar de subsistencia”: unidades que poseen muy pocas tierras (menos de dos hectáreas estandarizadas) y tienen una mayor orientación al autoconsumo, generalmente sin riego y baja tecnología. La incorporación de la AF dentro de la SRA y el esfuerzo por articularla al mercado es valioso, pero hay que pensar en formas de vincular aun a los sectores de subsistencia bajo un trasfondo inclusivo que parta por reconocer las limitaciones de los activos productivos con los que cuentan estas familias. Así, deben tenerse en cuenta la fragmentación, dispersión y escasez de tierras (y agua), incluyendo el problema del acceso a tierras para los jóvenes rurales, problema que se vincula con la expulsión de estos hacia las ciudades.
Es cierto que gremios muy importantes están participando de este proceso —como en el recientemente conformado grupo de trabajo en el Midagri—. Sin embargo, estos no representan a un sector importante de la agricultura familiar no comercial, principalmente de subsistencia o “subsistencia crítica”. La pregunta que surge entonces es: ¿cómo incorporar a estas familias, miles de las cuales habitan en territorios comunales? ¿Qué potencial tienen y qué rol podrían jugar las comunidades campesinas que tienen capacidad de gestión y organización colectivas? ¿Cómo entran ellas en la SRA? Este debate debería tener más espacio; ello ayudaría, además, a salir de la mirada convencional que ha caracterizado al Estado por décadas, que ha invisibilizado y estigmatizado a estas instituciones. Es una oportunidad que la SRA debería considerar.
En cuarto lugar, hay un tema inevitable que atraviesa todo lo anterior: el cambio climático. Este último es un eje fundamental que debería estar conectado de manera inexorable con cualquier iniciativa relacionada con la actividad agropecuaria y el manejo de recursos naturales. En una investigación reciente, pudimos recoger los efectos dramáticos del cambio climático en comunidades del valle del Mantaro: oscilaciones radicales de temperaturas, heladas atípicas, lluvias impredecibles, vientos huracanados, etc. Ello impacta sobre los suelos y las fuentes de agua, así como en el aumento de plagas, entre otros efectos. Por ello las cosechas se están viendo tremendamente afectadas. El tratamiento de este tema requiere medidas transversales; la mirada sectorial es insuficiente. Lo anterior se vincula además con la necesidad urgente de garantizar la seguridad alimentaria futura para el conjunto del país, que, frente a la crisis climática y a posibles futuras pandemias, podría convertirse en un problema mayor.
Por tanto, para hablar realmente de una SRA, habría que ampliar el horizonte: ir mas allá de medidas “clásicas”, adoptar una lógica inclusiva al hablar de competitividad e incorporar el tema de la inequidad en el acceso a la tierra. El componente más político de una segunda reforma agraria no debería diluirse. ¿Cómo hablar, por ejemplo, de mejorar la asociatividad respecto del cacao en la selva central mientras al lado se tumba el monte y el kion avanza desenfrenadamente degradando el suelo? ¿Cómo hablar de mayor rentabilidad en comunidades andinas mientras las familias llenas de incertumbre pierden cosechas enteras por los cambios en el clima? ¿Cómo hablar de mejoras para las familias productoras sin poner en valor el rol vital que vienen asumiendo las mujeres en la producción y el cuidado, y para adaptar los sistemas alimentarios familiares al nuevo contexto climático?
Esta es una oportunidad para ser innovadores, articular a actores territoriales, recuperar saberes ancestrales y también para evaluar la pertinencia de nuevas tecnologías.[4] Finalmente, lo es también para incorporar de una vez por todas a la seguridad alimentaria y al cambio climático como variables críticas. De lo contrario, en el futuro será necesaria una tercera “reforma agraria”, aunque quizás ya no habrá suelos ni agua suficientes para ello.
Nota importante: este texto fue escrito antes del lanzamiento de la SRA. ¿Menciones nuevas e importantes del presidente Castillo que no estaban planteadas entre los nueve ejes? Rol de la mujer productora, comunidades campesinas y formación de un gabinete intersectorial. Esperemos que estas menciones realmente tomen forma y se incorporen en el proceso.
[1] Otro tema (político) —que no tocaremos aquí por razones de espacio— señalado por Laureano del Castillo y Eguren es a quién beneficiará realmente la reactivación de Chavimochic III, Chinecas y Majes-Sihuas, contemplada en la SRA. Nuevamente, estamos ante un tema de fondo vinculado a los grandes exportadores.
[2] Vease https://cepes.org.pe/2021/09/22/servindi-la-segunda-reforma-agraria-y-el-riego%EF%BF%BC/?fbclid=IwAR3S-EvsxhywfkE1YtDX-0aeJnJ7_cNtZsl1nklnoQlzfRFiQdtLEHmnELk
[3] Eguren, F. y Pintado, M. (2015) Contribución de la agricultura familiar al sector agropecuario en el Perú. Lima: CEPES. Disponible en: http://bit.ly/1TXJ7QI . / Maletta, H. (2017). Maletta, H. 2017. La pequeña agricultura familiar en el Perú. Una tipología microrregionalizada. Lima: FAO.
[4] Véase https://cepes.org.pe/2021/06/25/una-segunda-reforma-agraria/