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El planteamiento de la cuestión de confianza y la facultad del presidente, de no concedérsela, de disolver el congreso en el caso peruano por dos veces y convocar en cuatro meses a nuevas elecciones, no es una institución propia de los regímenes presidencialistas. A su vez, se abre otro frente: que el objeto de la decisión trate de reformas constitucionales, en donde da la impresión que caminamos a tientas. Si bien nos debemos atener a lo que establece la carta constitucional, no acuden en nuestro auxilio precedentes en nuestro país o situaciones que nos permitan un análisis comparado, salvo que se recurra a un ejercicio a pie forzado en la búsqueda de antecedentes.
No es de extrañar entonces que tanto desde constitucionalistas, o de algunos que se presentaron por primera vez en sociedad en tal condición, surgieran dispares interpretaciones. Y en nuestro vasto universo de analistas políticos, también de variada condición, las afirmaciones en tono sentencioso o admonitorio predominaran sobre un análisis de las consecuencias de largo plazo. O de otros atenidos al día a día que tenían afinidades electivas con periodistas sometidos a presiones cotidianas, a veces sin saber del todo, lo limitado de una conversación sin perspectivas en la que se pretende ser acucioso.
Conviven entonces interpretaciones atenidas a criterios oportunistas junto a aportes valiosos. Excusa o explicación, asistíamos a la aplicación de normas y sustentación de criterios que, cuando se desarrollan por primera vez, como en este caso, se van descubriendo vacíos ante situaciones imprevistas. No son sencillas de prever hasta que pase la prueba de la aplicación de lo legislado, lo que en el Perú no ha ocurrido.
Probablemente a Vizcarra le interesa menos la reforma constitucional que la búsqueda de terminar con las desventuras de este gobierno dividido, estableciendo un principio de autoridad y atendiendo el tema de la corrupción. Aun cuando en esta última línea puede reconocerse un desbalance entre las fuerzas en pugna, no siempre existe una frontera tan definida como a la que debiera aspirarse. Y hasta el fiscal Chávarry quizá sea entregado en el juego de negociaciones. La disolución, se ha dicho más de una vez pero conviene repetirlo, hubiera terminado con la reforma política y nos hubiera sometido a otras incertidumbres acaso más graves que las presentes.
En el ambiente de exacerbaciones de pasiones e intereses en que vivimos de un gobierno de menos de tres años con dos presidentes donde los sucesos se van atropellando, no hay margen de respiro. A nuestra clase política -si así se le puede llamar – le gustar ir de una situación en extremo precaria a otras que lo son aún más. Un escenario de disolución hubiera sido el paso más apropiado a llevar la protesta a la oposición por fuera del sistema político.
El fujimorismo renueva al parecer razonamientos convencionales de ciencia política. La disciplina de un partido bien constituido impone el voto obligatorio de sus integrantes en un tema y eventualmente cambia de opinión en el debate parlamentario por la negociación con otras fuerzas y otra vez desde una decisión impertida para todos. Aquí entre orientaciones generales y ciertos márgenes menores de autonomía, se asistió a una distribución de tareas, los más duros y puros en contra de la confianza, los supuestamente concernidos por las consecuencias de tal decisión votando a favor, otros que no son cuadros asignándole el voto y algunos que no alteraban los resultados corriendo por la libre. Optaron por la seguridad. Cabe conjeturar que no necesariamente en un escenario de disolución hubieran perdido. Podían acceder a un amplio espacio de crítica de las políticas públicas, presentándose como si ya estuvieran libres de responsabilidades y restableciendo vínculos que acaso no hayan desaparecido del todo con la sociedad, utilizando recursos materiales y simbólicos que puedan recuperar por lo menos en parte.
Queda gatillando el tema de los plazos en un ambiente de generalizada indiferencia social. Porque puede estar llegando el momento en que lo que puede ser los rasgos que se presentan como decisionistas del presidente -si bien le ha faltado siempre por su talante la capacidad de apelar al atractivo de una voluntad que quiere prevalecer- que antes concitara la adhesión de algunos sectores de la sociedad se conviertan en gestos que en su repetición se van vaciando de sentido. Este gatillo de los plazos parece habérselo puesto como un seguro antes de disparar y asistir a un momento de tregua por el establecimiento de un nuevo cronograma por el congreso en la que se pretende llegar a que se plasme lo fundamental de la agenda reformista. Si ello no sucede de acuerdo a lo que sea lo sustancial de las propuestas del ejecutivo se abre otra vez la incertidumbre, pese a lo acotado de las propuestas de cambio planteadas. Otra vez la discusión legal y política.
En tanto queda en muchos la nostalgia anticipada de no poder discutir. Creo acaso menos que la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política -cuya capacidad intelectual y honestidad aprecio- en los alcances de los cambios institucionales que aspiran a fortalecer partidos e instituciones cuyas consecuencias solo se advertirán en el largo plazo. Mientras tanto acaso se van cerrando nuestras perspectivas en los días y años que se vienen. Y el debate quedará circunscripto, más allá de cómo se defina el tema de los plazos entre unos pocos expertos, a algunos congresistas y a un grupo mayor de desinformados. Lo que queda de sociedad civil en todo caso, queda fuera de la escena.