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Lava Jato es una trituradora de políticos, altos funcionarios de gobierno, periodistas y empresarios. El reciente acuerdo de colaboración eficaz firmado entre el equipo especial de la fiscalía y la empresa brasileña Odebrecht ha generado, como no puede ser de otra forma, reacciones contrapuestas, a favor y en contra, siendo particularmente notorias las de algunos congresistas –del fujimorismo y el aprismo, pero no sólo de ellos– que buscan frenar a como dé lugar el avance de las indagaciones fiscales. La firma del acuerdo ha sido también, además, una oportunidad propicia para acusar al gobierno, a los fiscales del equipo especial y a los procuradores ad hoc –por incapaces, por sumisos y por su afán de figuración–, en tanto se considera que el monto de la reparación civil a cancelar por Odebrecht –poco más de 600 millones de soles– es insuficiente para resarcir al país por la corrupción de los años anteriores.
Por la complejidad del caso y por sus ramificaciones, Lava Jato acapara obligadamente la atención de los medios de comunicación nacionales. Desde fines del anterior gobierno, innumerables profesionales y funcionarios (abogados, fiscales, procuradores, nuevos fiscales, e incluso expresidentes) han desfilado entre sets de televisión y salas de redacción periodísticas, opinando y argumentado acerca de todo lo que mínimamente se pueda vincular a las indagaciones concretas y a las repercusiones finales de una investigación que por su naturaleza pareciera no tener una conclusión definitiva a la vista. En torno al caso Lava Jato, ha ocurrido una sobrecarga de información y la entrega de un saber técnico-especializado, aunque no siempre bien fundado, que impide seguir ordenadamente hechos, noticias y los sucesos más relevantes y significativos. La mayoría del público ha sobrepasado el punto que divide lo decisivo de lo meramente noticioso. O se van borrando a veces intencionalmente las diferencias entre uno y otro.
Algo similar ocurre desde las ciencias sociales. Lava Jato se presenta como un caso analítico atractivo porque se construye, en parte, sobre la base de alianzas y negociaciones entre representantes políticos y actores privados, entremezclados –a todo nivel– por intermediarios y miembros de la sociedad civil. A su vez, la prensa ha tenido una innegable cuota de participación. A la raíz de este arreglo público-privado se encuentra, como es sabido, la corrupción y el poder. Así planteadas las cosas, no pocas agendas de investigación deberían haberse abierto ya para responder empíricamente cómo y por qué los intereses privados locales e internacionales permean con relativa facilidad las instituciones políticas y los poderes del estado, afectando directamente la “calidad de la democracia” peruana. Pero ello no ha ocurrido, y difícilmente ocurra al nivel de detalle necesario. Lava Jato (en su amplitud) se configura, entonces, como un caso altamente coyuntural y extremadamente especializado. Ciertamente no resulta sencillo visualizar a un equipo interdisciplinario de científicos sociales tratando de obtener nuevas evidencias mediante el uso del software contable de la famosa Caja 2 de Odebrecht. Esa tarea la han asumido abogados, fiscales y contadores. Cabe añadir que, en ocasiones, los análisis impresionistas se sobreponen a los estudios acuciosos, o perderse en los detalles administrativos impide articular una visión más sistematizada de las cosas.
Pero no todo está perdido. El nexo público-privado podría ser actualizado según la selección y estudio de otros actores, a veces olvidados. Por ejemplo: los empresarios. Al respecto, Lava Jato le ha caído como porrazo al empresariado nacional. El Club de la Construcción es la etiqueta que los vincula directamente a la corrupción. En breve, el Club de la Construcción se configuró como una suerte de cartel de más de veinte empresas constructoras nacionales e internacionales (entre ellas, Odebrecht) que por varios años se repartieron obras públicas a través de coimas y sobornos con el Estado peruano y con sus diferentes administraciones. A la fecha, varios empresarios representantes de dicho club, algunos “intocables” hasta hace poco, purgaron condena en prisión, otros salieron en libertad, mientras las investigaciones continúan en curso. Sin dudas, la reputación del empresariado local ha quedado seriamente afectada. Así, los empresarios son –hasta ahora– una pieza clave en las investigaciones fiscales vinculadas al caso Lava Jato; al tiempo que, para los fines y objetivos de las ciencias sociales, ofrecen una ruta analítica accesible y sugerente que aterriza la discusión de la relación público-privado.
Vayamos un poco más a detalle. Durante los años 90, un grupo de empresarios peruanos tuvo un rol protagónico en la redefinición de las metas económicas del Estado, hecho refrendado en la promulgación del capítulo económico de la constitución de 1993. La promoción y éxito de las “reformas de primera generación” legitimó a los empresarios de cara a un gobierno que urgía de soluciones para escapar de la crisis macroeconómica y fiscal por la que atravesaba el país. Los actores del mundo privado se constituyeron como actores con poderes de veto efectivos, en tanto su capacidad para proponer y ejecutar las reformas económicas “que el Perú requería” estuvo amparada permanentemente bajo el control vertical y autoritario del gobierno central. La presencia e importancia de los empresarios al interior del gobierno fue parte de un movimiento económico, político y cultural más amplio, de escala global, a lo que Fernando Escalante Gonzalbo ha caracterizado como el “momento neoliberal”. En ese marco, se manifiesta una “toma de sentido” que resitúa lo privado por encima de lo público, demandando la reducción del Estado (sus ministerios, sus burócratas, la intromisión económica) a una expresión mínima que mínimamente garantice el buen funcionamiento del libre mercado. Los actores privados como los empresarios, por su conocimiento de las reglas del juego económico, tendrían mayores capacidades para asignar eficientemente los recursos públicos, a diferencia de un obsoleto trabajador de cuello blanco, orientado siempre por sus intereses rentistas.
Algunos consideran que los grupos empresariales han capturado al Estado peruano. El poder económico se habría oligopolizado e institucionalizado, influenciando y controlando –a través de diversos mecanismos– el poder político y los sectores clave de la economía. Evidentemente, a la base habría una motivación empresarial lucrativa que agudiza las desigualdades sociales existentes. El Club de la Construcción, por ejemplo, sería un caso visibilizado de captura del Estado, donde se hace patente la habitual colusión entre gobernantes y empresarios. Hay, en cambio, otro grupo de explicaciones, más “flexibles” y menos empleadas para analizar la relación público-privado en el contexto nacional. El “capitalismo de amigos” (crony-capitalism) busca caracterizar la relación informal establecida entre la élite política y las capas empresariales, particularmente en América Latina, en tanto explica cómo se entretejen los vínculos de intereses y de compadrazgo entre los hombres de negocio y los funcionarios de gobierno. Gracias a este arreglo económico ganan todas las partes interesadas menos los consumidores o la sociedad. No existe, entonces, necesidad de capturar al Estado. El Estado no es una abstracción que sobrevuela y desborda el juego que los actores establecen en su interior; es una arena de instituciones, normas, procedimientos y reglas que determinan sus decisiones económicas y administrativas.
Lava Jato, Odebrecht y todas las revelaciones posteriores seguirán dejando muertos y heridos en el camino, como es normal. Esta vez, entre las inesperadas víctimas aparecerá el empresariado. A fin de acercar un problema público de enormes dimensiones a las ciencias sociales, los grupos empresariales y sus representantes son un campo analítico válido y con mucho por decir. De paso, se puede reabrir una agenda de investigación centrada en las relaciones entre empresarios y funcionarios de gobierno, entre economía y política.